Por Paola R. Senseve T.
Fuma con su mano escritora de listas interminables, su cabello está sucio, no se bañó en tres días. Cuando era pequeña jugaba con los pómulos sobresalidos de papá, sentada en sus faldas reían. Está en una boda, hace fotos, fuma y sabe que siempre estuvo en competencia con mamá, pero nunca la alcanzó. Está muy consiente de su sudor y del de otras personas, le gusta su sabor y lo que hace con las texturas. La despidieron del trabajo por rehusarse a trabajar. Ahora mamá la mantiene y no puede irse lejos de ella. Hace tan poco de su vida que podría ser prácticamente nada. Se hace pis de miedo mientras juega con sus primos. Besa a chicos desconocidos en fiestas a las que no le invitaron. Mira a mujeres desconocidas mientras lava los platos en casas que no son la suya, en un país que no es el suyo. Patea ratas muertas en la calle. Por fumar, es testigo de algunos eventos que no tenían que ser.
Estas son una o diez personajes que pintó Natalia Chávez en Salmuera (2019), su segundo libro de cuentos acogido por la Colección Mantis. Una o diez que anhelo profundamente, porque son opuestas a mí, porque hacen cosas que yo no haría o que no me atrevería a hacer; y ahí el enigma, la pregunta primigenia o la base de la curiosidad lectora. La sal es un generador de apetito.
Leer a mujeres me emociona porque nunca sé lo que va a pasar. Leer a Natalia Chávez fue conocer el desenfado de un lenguaje pausado, matemático, que espeta cosas terribles, o verdades absolutas en un estado semi hipnótico o anestesiado, como con un pie en la realidad más cruda y otro en el espacio donde nada importa realmente. Por eso tuve que entrar al mundo de personajes de Salmuera casi como relata esta frase de uno de sus cuentos: “No hemos movido nada: no hemos cambiado ni un solo pliegue de las blusas colgadas en su armario, no hemos puesto las tapas de las cosas que dejó abiertas, no hemos guardado los zapatos que dejó en el baño después de quitárselos.” Entrar así, como una espía silenciosa, de puntillas para no arruinar nada, para no meterme con el cálculo meditado con cautela, para no mover lo que Natalia ha acomodado en su cajita de cristal con vistas al mundo entero. Entrar así a cada cuento, que consigue ser un universo ineludible, para salir él levemente alterada.
Leer los diez cuentos de Salmuera, cerrar el libro y sentir cómo un suero, donde las gotas van cayendo lentas y seguras, se une al torrente vital. Y los leí en esta ciudad grande pero pequeña, en la adolescencia, en la unión familiar, en la hermandad de amigas, en mis ganas profundas de alcanzar un cinismo natural que no tengo, que es elegante, promisorio, desentendido, que no le debe nada a nadie. Un cinismo, sello de Chávez, que es como ese efecto de la sal: conservante.
Las relaciones filiales saltan y asaltan en la escritura de Natalia, especialmente de madre a hija: la mamá, la otra mamá, la mamá de nuevo, la abuela de ojos de aceite de oliva en cucharilla, las otras hijas, las tías. Las memorias de la infancia, los misterios que algunos recuerdos suscitan y que son importantes para la salinidad en que se configuran estas las historias, que también tienen una especie de horror suspendido, palpitando en un ritmo suave pero perseverante, esperando, esperando, esperando siempre un momento para reptar colerizado, un momento que tal vez no llegará.
Es envidiable la habilidad que tiene Natalia Chávez de tirar una pequeña hebra del hilo y seguir jalando delicadamente hasta dar con el origen. Así son sus descripciones. Así son sus conexiones. No entiendes de dónde salen o hacia dónde te van a llevar, hasta la llegada tímida de las imágenes primeras, que se muestran desentendidas, como si no fueran a cambiarlo todo. The big picture, en el caso de Salmuera, es the little tiny picture que, si no llegas a develar, no vendrá el entendimiento. Los personajes de estos cuentos, o las personajes para ser más exactas, parecen tener una forma robótica de habitar el mundo, avanzando como en una especie de inercia; muy en contra de la narración detenida, ocupada en los detalles, en la arquitectura de los momentos rodeados de estruendosos silencios, que no son entendidos como la falta de palabras o ruidos, pero como espacios físicos en expansión. La sal es considerada el condimento más antiguo.
No entiendo muy bien estas velocidades, pero me dejo llevar. Necesito que Natalia me siga contando cosas, aunque le tome años, aunque lo que me cuente realmente sea aquello que no se dice en palabras. Cierro el libro y tengo ganas de escribir que me maravilla su little tiny picture, que es un presagio, que le agradezco expandir Santa Cruz con sus silencios y llevarla hasta el otro lado del continente, le agradezco la insistencia en este oficio escritural, que de repente le exigió todo y nada para llegar a este lugar. La sal fue incluso un tipo de moneda y un tipo de remuneración por el trabajo.
“Lamo mis lágrimas devolviéndolas a mí, pero ya han estado fuera y están frías.” dice una de las personajes que está lejos de la ciudad compleja y acomplejada que es Santa Cruz y yo recuerdo todas las veces que sacando la lengua pude saborear esa sal de vida que concurría de mis ojos o de mi frente. La sal del sudor, de las lágrimas, del pis, de la saliva y la sangre, la sal de la liquidez que precipitamos hacia nuestro exterior porque “La piel es la bolsa en que transporto todo lo que llevo; lo único que tengo. Eso que va conmigo adonde voy.”
La sal es vital porque es uno de los elementos que más abundan en la tierra, porque nos permite respirar y alimentarnos. Esas cosas y más, las sabe Natalia y las escribe.
Fuente: mantisnarrativa.com/