Por Nemecio Esquivel Catunta
Empezaré por decir que conozco a Rodrigo Urquiola desde hace mucho tiempo; así que, cualquier cosa que pudiera decir de él tendría el defecto de parecer un halago, quiero decir, ser una opinión subjetiva. Pero estoy lejos de querer hacer eso. Aparte de un acercamiento a su persona, trataré únicamente de explorar su libro de cuentos y dar alguna valoración quizá sobre su escritura. Seamos objetivos, entonces.
Conocí a Rodrigo en la carrera de Literatura, allá por el año 2008. Sería el año en que él publicaría su primer libro de cuentos Eva y los espejos. Para aquel entonces, yo apenas estaba animándome a escribir; tenía bocetos de cuentos y algún esquema de una novela que deseché. Pues yo no era constante, Rodrigo sí. Él, desde mucho antes, escribía a mano o en la máquina de escribir o en una computadora; con frío o con calor, con disciplina y fervor. Y lo hacía fijándose un horario, presionado por sí mismo, como si el acto de escribir fuera la única vía posible. ¿Para qué? Me parece que eso no tiene importancia.
Cuando viajé al extranjero mantuve contacto con algunos amigos. Rodrigo estaba entre ellos. De vez en cuando me escribía para recomendarme algún libro. Entonces yo buscaba aquel que me parecía interesante. No quiero decir que encontraba rarezas, sino libros que a veces no se encuentran donde estamos (por ejemplo, es difícil hallar Doctor Faustus o Juliette). En Argentina, cada año, ciertos diarios (La Nación, Clarín, Página 12) sacan a la venta ediciones hermosas de libros; premios Nobel, obras completas de autores clásicos o los infaltables escritores argentinos. De mis primeros viajes regresé con textos de Saramago, Marías, Pamuk… (la lista sería larga) y algunos tomos de las obras completas de Proust y Dostoievski. Luego (en Brasil) livros de, entre otros, Jorge Amado, Machado de Assis y Mia Couto. Yo se los prestaba o vendía a Rodrigo. Él hacía lo mismo con los que tenía. El año 2017, en mi segundo viaje, estando con una mala racha y desconectado, me escribió para contarme que John Maxwell Coetzee estaría en la Feria Internacional del Libro. Me encargó ir a verlo y lograr algunos autógrafos. Entonces fui. Vi a Coetzee, lo escuché hablar, logré las firmas y estreché su mano (Thank you very much, Mister!). Si él no me hubiera avisado, jamás me habría dado cuenta de lo que pasaba frente a mis ojos.
Ese es Rodrigo Urquiola: un escritor disciplinado, alguien que tiene como mayor preocupación los libros (que incluso, por el celular, en vez de compartirme fotos de mujeres, como otros amigos, prefiere mostrarme imágenes y caricaturas de escritores).
En lo que se refiere a su libro La memoria invertebrada (2016), debo decir que he tenido cierta preferencia, porque conocí los cuentos, la mayoría antes de ser publicados. Los leí en su individualidad, a cuenta gota, cuando todavía eran corregidos. Ya no recuerdo cuál fue el primero, quizá, como aparece en el libro, La emboscada, ese monólogo de alguien que le habla a su hermano, recordando su infancia, su necesidad de comprender y el fin último al que estaba dispuesto a llegar para alcanzar una verdad. Desde esa lectura, fui reconociendo ciertas figuras que se repiten en sus textos: hombres lascivos, mujeres humildes (bien nuestras, las que muchas veces están relegadas únicamente a su condición de amar), niños desprotegidos, caminos al borde de un abismo, perros moviéndose a la intemperie, la ribera de un río contaminado, calles empinadas de barrios en los márgenes de la ciudad de La Paz.
Porque la premisa que maneja un escritor es sencilla: uno escribe sobre lo que conoce. Alguna vez acompañé a Rodrigo por el escenario de sus cuentos –el barrio paceño de Santa Fe y sus alrededores– mientras me describía los cambios que habían sucedido desde cuando él era niño o de lo que había escuchado; de apariciones, de personas que habían perdido la razón, de mendigos viviendo en cuevas, de almas en pena por la muerte de un familiar que terminaban deambulando por las calles.
Una vez, cuando lo encontré por el centro, le comenté que estaba leyendo a Faulkner.
–Hay que meterse de lleno en sus libros, sin condón –creo que me dijo esa vez, queriendo decir que es de cobardes leer un estudio preliminar, o una guía de lectura, antes que la propia novela (con lo confuso que me resultaba El ruido y la furia al principio).
Me hablaba así mientras sacaba copias de sus cuentos, para que yo los leyera, a fin de darle una opinión al respecto (porque yo se los pedía, para ver la elaboración de sus cuentos y los cambios que hacía).
Creo que esa vez me prestó La puerta del sol y La montaña enterrada. Luego Mariposa nocturna.
En estos uno puede encontrar cierta afinidad con los textos de Cerruto o Rulfo, lo que para Urquiola no es tan así, ya que considera que sus cuentos están escritos “desde adentro”, y por ello son más bien “realistas”. Él mismo se sorprende de que los extranjeros nos piensen en una realidad exótica o fantasiosa, cuando para nosotros, que vivimos por estos lados, esas historias son lo común, la normalidad del día a día.
Entonces escribe sobre la desdicha, porque mientras más caótica sea nuestra realidad, más material existe para la escritura.
Quizá por eso solo se encuentran personajes grises en sus cuentos; seres apagados, sujetos a un estado de suspensión contemplativa; como si estuvieran detenidos, con el rostro inexpresivo, viendo frente a ellos la calamidad. Y cuando se mueven, inconscientes, lo hacen a través de la noche, la confusión, el bullicio o la muerte. No hay felicidad en sus cuentos (esta aparece lejana, apenas, como en los fuegos artificiales), pues el peso de la memoria es una condena. Ya sea por la ausencia de algún familiar, o un delirio, la memoria es como un espacio impreciso, sin forma ni límites, que se superpone como algo ajeno y bordea los cantos de la imaginación hasta rozar la enfermedad. Es una memoria que tiende a la ficción.
Y es ahí donde comienza cada uno de sus relatos. Los recomiendo.
Fuente: Revista Rascacielos