Por Maria Cristina Botelho Mauri
Un escritor muy cercano, muy querido en mi vida, un hombre que hablaba sin parar y nos embelesaba, un escritor que llevaba bigotes, los cabellos canos, y un furioso tic que revolucionaba su postura de bohemio y soñador, al descuido aparecía y dejaba entrever que también era un ser de carne y hueso, aquel movimiento intempestivo como un gesto sobre el labio superior, lo hacía merecedor del mayor respeto porque había superado la barrera de la indiferencia y del fracaso, era un ser dotado de un gran talento. Me tengo que referir a mi padre, el mago de la palabra, el hombre del discurso y la sonrisa de galán, el hombre que me dio la vida, el hombre que me hizo amar la literatura. En una de nuestras charlas sobre los encantos y desencantos de la escritura, me pidió que me inspirara en “El artista y la soledad”, hasta hoy no me había atrevido, más bien él me sugirió y luego su idea apareció en un gran Ensayo que leyó en Espacio Patiño en La Paz, hace algunos años. Como en todos sus textos, su gran conocimiento sobre la vida de otros autores, las dificultades y tropiezos, enriqueció aquella lectura pausada, y de vez en vez, con una emoción que se repetía en la mirada de los asistentes, Él sabía muy bien de la soledad y de los contratiempos en la vida de un escritor. Ahora recién, puedo adivinar lo que quiso decir, sentíase solo en su mundo creativo, estaba inspirado en la obra de Cervantes, eso no cabe duda y quería rebelarse ante la vida como un delirio, idealizar la vida hubiese sido renunciar a la posibilidad de mejorar, de existir entre la multitud sin estorbar a nadie, por aquello, probablemente buscaba la soledad para inspirarse. Realizaba largos viajes a Los Yungas, entre el asombro y el escalofrío que produce, la sinuosa carretera, soñaba y plasmaba devotamente algunos cuentos, cuyos pintorescos personajes recrean y refrescan la memoria, de lo que aconteció por pueblos bolivianos. Le gustaba desafiar los precipicios, el paisaje majestuoso con su cascada luminosa, como una lluvia de cristales, iba solo y regresaba en compañía del volumen completo de su último libro. Encontraba en la naturaleza, un remanso de paz, las cumbres nevadas, el Camino del Inca, el desafío era inmenso y con su mochila, un cuaderno y un bolígrafo, pintaba el universo como si hubiese sido parido en aquel instante. El artista y la soledad, me ha enseñado, que no existe la soledad, cuando la palabra quietamente brota entre los labios y se plasma en los pliegos de papel, mi escritor favorito, mi padre Raúl Botelho Gosálvez, musitaba versos y las sílabas eran como gotas de miel que salían de sus labios. Mi padre había dominado el arte de escribir, aunque debió llegar mucho más lejos porque se lo merecía. La vida le tenía de sorpresa algunas tareas extra literatura, como el servicio diplomático y cuatro matrimonios en su haber.
El artista y la soledad, me recuerdan a Proust y aquel claustro forrado de corcho, como lo era su cuarto, desde aquellas cuatro paredes escribía a su novio y encontraba una razón para no entrar en desesperación, padecía asma y la muerte rondaba en su cabeza, no tanto en la realidad, más bien en el imaginario de su visión. La soledad de García Lorca, en sus últimos días, antes de su vil asesinato, el divagar y deambular de Poe, antes de ser encontrado muerto, en Baltimore y tantas soledades que me motivarán para escribir muchos textos. La soledad de Cortázar envuelto en espirales de humo, recorriendo Paris y trasladando su memoria por Buenos Aires, al igual que Borges y los suburbios, los puertos y el arrabal. La soledad en las cuencas de los ojos de Borges, cuencas profundas y pensamientos como gritos de eternidad.
La soledad de Raúl Botelho Gosálvez, tiene mucho que ver con su complicidad con el Illimani, La Paz, su ciudad, y también pueblos vallunos y la selva beniana, cuando se inicia con el éxito de su primera novela, “Borrachera verde”, a la edad de diecinueve años.
Me gustaría transcribir el texto completo de su Ensayo “El artista y la soledad”, lamentablemente solo me ha quedado el timbre de su voz, la luz tenue de aquella lectura y su traje oscuro y la sobriedad de su atuendo, terminó la conferencia, andaba de prisa, me dio un beso y se retiró con una dama que llevaba del brazo, probablemente la cuarta esposa, me imaginé que nunca más se sentiría solo. A pesar de ello, murió en un hospital, en una soledad infinita, sin la calidez de un beso. Así él lo quiso y se fue, suspirando en su agonía, ha dejado un vacío y una interrogante, que hasta el día de hoy no tiene respuesta, ni excusa, ni espera.
Fuente: sugieroleer.blogspot.com/