La hora de J. G. Ballard
Por: Edmundo Paz Soldán
Ha llegado, por fin, la hora de descubrir a J. G. Ballard en España y América Latina. Este escritor inglés fundamental para entender nuestro tiempo fue publicado antes, pero pasó desapercibido; con suerte, se lo conocía como el autor de una novela adaptada al cine por Spielberg (El imperio del sol), y de otra adaptada por Cronemberg (Crash). Este mes, Mondadori ha tomado la iniciativa de reeditar en España El imperio del sol al mismo tiempo que La bondad de las mujeres, la novela que continúa la historia, y Milagros de vida, su autobiografía recientemente publicada en Inglaterra. A eso se suma la publicación por la editorial Berenice de Fiebre de guerra (1990), un libro de cuentos indispensable, y Autopsia de un nuevo milenio, la exposición sobre su obra organizada por Jordi Costa en Barcelona.
Milagros de vida nos da algunas claves para entender las fuentes de la inquietante literatura de Ballard. Este hijo de ingleses expatriados nació en 1930 en Shanghai, un “lugar mágico, una fantasía autogenerada que dejaba atrás a mi propia imaginación”. En esa ciudad “90{1daedd86537fb5bc01a5fe884271206752b0e0bdf171817e8dc59a40b1d3ea59} china y 100{1daedd86537fb5bc01a5fe884271206752b0e0bdf171817e8dc59a40b1d3ea59} norteamericanizada”, en la que se podían ver cosas extravagantes como cincuenta jorobados como guardia de honor para la premiere de El jorobado de Notre Dame, Ballard tuvo una infancia feliz. Ni la invasión japonesa de 1937, ni la llegada de la segunda guerra mundial y su posterior confinamiento en el Campo Lunghua (1943-45), alteraron esa felicidad. El niño ve a soldados japoneses asesinar a chinos pobres a sangre fría, sufre hambre y enfermedades durante su confinamiento, pero Lunghua nunca deja de ser, sobre todo, “una prisión donde encontré la libertad”.
A su regreso a Inglaterra, Ballard se encontró en un país desmoralizado, que vivía como si hubiera perdido la guerra. Extrañaba Shanghai y vivía en Inglaterra como si fuera un extranjero. No entendía los códigos de clase, y Cambridge le parecía un lugar para gente pedante. Durante esos años, descubre las dos grandes fuentes que van a alimentar su imaginación distópica: Freud y el surrealismo. Su otra gran influencia son los dos años pasados en Cambridge (1949-51) estudiando anatomía. Diseccionar cadáveres se convertirá en una metáfora de su proyecto narrativo: “diseccionar la patología profunda de lo que había visto en Shanghai y después en la post-guerra, de la amenaza de la guerra nuclear al asesinato de Kennedy”.
Pese a que Ballard admiraba a los modernistas (Joyce, Hemingway, Kafka), terminó aburrido por el tipo de literatura “seria” que se escribía en la Inglaterra de los años cincuenta. De manera accidental, descubre la ciencia ficción, y, fascinado por su “vitalidad y originalidad”, se dedica a ella. Esos años, la ciencia ficción estaba sobre todo obsesionada por viajes interestelares y encuentros cercanos con seres de otros planetas, pero lo que Ballard quería era explorar el “espacio interior” del hombre enfrentado a “la sociedad de consumo, el paisaje de la televisión y la carrera armamentista”. La ciencia ficción podía acercarse más a la realidad que “la convencional novela realista del período”.
Buena parte del libro está dedicada a la vida doméstica de Ballard. Aprendemos de su casamiento con Mary Matthews, del nacimiento de sus tres hijos, de la sorpresiva muerte de Mary debido a una pulmonía, de cómo tuvo que criar a sus tres hijos solo, de su posterior relación con Claire Walsh. Para este enfant terrible, su vida familiar es lo más importante; todo lo demás, incluso la literatura, pasa a un segundo plano.
Milagros de vida gana en la revelación honesta de la intimidad del escritor, pero pierde fuerza como literatura. La última sección del libro se torna fragmentaria, como si Ballard admitiera que, para su imaginación, los años clave hubieran sido los de la infancia y la adolescencia en Shanghai. Al final, sin embargo, nos espera un mazazo emocional: Ballard ha escrito este libro, quizás el último, luego de ser diagnosticado con un cáncer terminal. Pasa la vida; para los lectores queda, por suerte, la obra.
Fuente: Boomeran