“El pasado es tan modificable, tan plástico…”
Gómez, periodista y diplomático, mantuvo una serie de charlas con Jorge Luis Borges en 1974. Dichos diálogos tenían como propósito la realización de un libro-reportaje cuyo proyecto se vio frustrado por la quiebra de la editorial. Borges, generoso, siguió conversando con él durante quince sábados al mediodía, antes del almuerzo, en su departamento de la calle Maipú. Con la modestia que lo caracterizaba, Borges creía que esas conversaciones no podían interesar a nadie.
Cuando cursábamos quinto año del Nacional, los poetas que frecuentábamos eran Rubén Darío, Olegario Andrade, Leopoldo Lugones y otros clásicos, gracias al excelente profesor y periodista, Sergio Chiappori. Pero además, y por cuenta propia, con algunos amigos leíamos a Lorca, a Francisco Luis Bernárdez, a Rafael Alberti, al cubano Nicolás Guillén y a Pablo Neruda. El hecho es que yo tenía por compañero a un estudiante boliviano, Ramiro Tamayo, cuyo hermano mayor, Marcial, de 28 años, había sido alumno de Heidegger durante cinco años. Ambos eran hijos del entonces embajador de Bolivia en nuestro país, don José Tamayo, un humanista, hombre de vasta cultura clásica, y gran pianista. La sólida formación intelectual de Marcial, le permitió vincularse de inmediato con el grupo Sur y muy especialmente con Jorge Luis Borges. A raíz de eso, Ramiro y yo tuvimos acceso y nos interesamos por libros como Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín y más adelante por Inquisiciones. Borges nos deslumbró. Y fue obvio que tratáramos infructuosamente de imitarlo. Sin embargo, Ramiro,
comenzó a destacarse por una tan excelente producción poética que motivó un breve prólogo de Borges a lo que constituyó su primer libro de poemas, donde el escritor se refería a si mismo como un “poeta crepuscular” a pesar de que todavía no tenía cincuenta años, llamando a Ramiro un “poeta del alba”.
Pasaron los años, las lecturas, los autores, y aunque nuestras vidas tomaron diferentes caminos, mantuvimos esa entrañable amistad fundada en los tiempos juveniles. Ramiro lamentablemente dejó la poesía, y se dedicó al
cine, a los temas de comunicación y a la publicidad. Marcial, dependiendo de los avatares políticos de Bolivia, llegó a ser secretario general de la presidencia de su país, canciller, embajador ante las Naciones Unidas y finalmente representante durante una década del Secretario General de dicha Organización ante el gobierno de Washington.
Durante parte de esa década se dio también que yo estuviera en la misma ciudad, como consejero cultural y de prensa de nuestra embajada ante la Casa Blanca, lo cual me permitió renovar mi amistad con Marcial y verlo con mayor frecuencia que a Ramiro. Fue entonces –en 1967 o 68- cuando tuve la oportunidad de recibir a Borges, que había terminado de dar unos cursos en Boston, y de regreso ya a Buenos Aires pasó unos días en Washington DC y en Nueva York, lo que me permitió organizarle sendas conferencias sobre “La Metáfora” en las universidades de Georgetown y Columbia.
Cuando le pregunté qué deseaba hacer en Washington, sólo me pidió hacer una visita a la famosa Biblioteca del Congreso y charlar con Marcial Tamayo.
Eso me permitió reunirlos por horas en mi casa, y ser testigo de una maravillosa conversación acerca de libros, de escritores, de nuestro país y de la vida. Borges viajaba entonces acompañado por su muy reciente y primera esposa.
Además, creo que merece la pena señalar en esta oportunidad, que no he encontrado registrada en las menciones bibliográficas hechas en los ya muchísimos trabajos sobre nuestro escritor, la mención de lo que constituyó el primer libro dedicado a su prosa, del cual fueron autores Marcial Tamayo y un mendocino cuyo apellido, si mal no recuerdo era Ruiz Díaz.
El poder acompañar a Borges durante esos pocos días en Washington y en Nueva York, me animaron a entrevistarlo varios años más tarde, en 1974, en Buenos Aires, con el propósito de hacer un libro reportaje por encargo de una editorial, cuya quiebra, casi inmediata, frustró el proyecto apenas comenzado, pero Borges tuvo la generosidad de seguir conversando conmigo durante unos quince sábados al mediodía, antes del almuerzo, en su departamento de la calle Maipú, alegando que él creía, con la enorme modestia que lo caracterizaba, que un libro de ese carácter no podía interesarle a nadie, de modo tal que podíamos seguir conversando con toda libertad.
A pesar de haber sido Borges uno de los escritores más entrevistados en el mundo, desearía transcribir algunos fragmentos de esas charlas porque hay en ellas algunas referencias que no he encontrado en otros reportajes.
Durante nuestro primer encuentro, recordando sus conferencias sobre “La Metáfora” en los Estados Unidos, tema de su predilección, le conté que viviendo en Atenas, me llamó poderosamente la atención ver que los grandes camiones de mudanza, todos tenían una leyenda en los costados de sus carrocerías, que decía: METAFORÁ. Y su reacción fue de un alborozo emocionante, provocado por el descubrimiento que resultó para él, la maravillosa y sabia precisión de la lengua griega en esa denominación.
En uno de los encuentros le pedí su opinión sobre la Astrología…y su respuesta fue: “…si a mí me dicen que los astros ejercen una influencia sobre los hombres, estoy dispuesto a admitirlo. Es decir, creo en la verdad abstracta de la astrología…los astros
influyen, pero que de eso pueda derivarse que una persona a través de una serie de cálculos pueda decir si me irá bien en
el amor este año o si me va a ir bien económicamente, no, eso no…
AG: ¿Pero Xul Solar, a quien usted ha admirado mucho, era astrólogo, no?
—Sí, era astrólogo, pero él creía que la mayoría de los horóscopos que se conocían eran falsos, porque tomaban en cuenta la fecha del nacimiento de las personas, en lugar de tomar en cuenta en qué minuto preciso la persona había sido engendrada, cosa prácticamente imposible de establecer…
—Volviendo atrás, usted había conocido a Victoria Ocampo en esa institución “Amigos del Arte”, y luego en la casa de ella conoció a muchos escritores importantes…
—Sí… sí, también lo conocí a Bioy Casares, …es decir…bueno, nosotros no estamos de acuerdo, porque él dice que ya nos conocíamos, pero ahora nos hemos puesto de acuerdo para decir que nos conocimos en una quinta que Victoria tiene en San Isidro (Beccar), pero realmente no tenemos ninguna seguridad…han pasado tantos años…
—¿Y su hermana Norah era amiga de Silvina Ocampo?
—¡Ah!….entonces sí. Como Norah es amiga de Silvina, ella me presentó a Silvina…pero no creo que fuera Silvina quien me presentara a Bioy antes de verlo en lo de Victoria…No sé, han pasado tantos años, y el pasado es tan modificable, tan plástico.
—Bueno, de todos modos, por esa casa de Victoria Ocampo, pasaban los hombres más importantes que llegaban al país, como Ortega y Gasset, Keyserling, Tagore, Malraux, y usted los conoció allí o…
—A Ortega lo vi una sola vez en mi vida, y no me impresionaba como escritor. Siempre me pareció que fue una de las personas que ha corrompido el idioma. Entre él, Irigoyen y los políticos que hemos padecido en estos últimos tiempos, han
corrompido el idioma…porque Ortega escribía horriblemente…
—¿Tanto así? ¿A usted le parece?
—Tanto, que yo en un artículo que escribí cuando Ortega murió, decía que era un hombre que pensaba bien, pero que debía haber encargado a un hombre de letras que escribiera sus ideas, porque él mismo no sabía hacerlo. Pronunciaba frases extremadamente cursis…
—Pero cuando Ortega llegó a Buenos Aires por primera vez, ya había publicado algunos libros… ¿Usted había leído algo de él?
—Sí, es decir, había intentado leerlos pero había fracasado. Salvo a veces que los leíamos con amigos para reírnos. ..
—¿Pero que hay entonces de toda la fama con la que vino precedido y del éxito que tuvo aquí?
—No, pero…Sí, éxito sí tuvo. Pero yo lo admiro a Ortega como pensador. Ortega era un hombre que pensaba, desde luego pensaba bien…
—¿Pero exponía mal su pensamiento?
Bueno, posiblemente el hábito de la cátedra lo hacía incurrir en la costumbre de hacer bromas continuas, pero no le salían muy bien porque no tenía mucho sentido del humor. Seguramente eso lo perjudicó. En general se lo consideraba un escritor…Pero yo creo, por ejemplo, que Groussac escribía mucho mejor que él, aunque quizá Ortega pensara mejor. Yo a Ortega lo veo como pensador, pero como escritor no, o por lo menos no lo veo como estilista.
—Otro personaje de aquellos tiempos que anduvo por lo de Victoria Ocampo, y que usted tal vez trató…Keyserling…
También lo vi una sola vez en la vida. A mí, las personas célebres no me interesaban, tal vez por timidez…como todo el mundo hablaba de ellas…
—Saturaban el ambiente…
—Sí, seguramente ocurría eso…
—¿Y Tagore?
—A Tagore quizá lo vi un par de veces, pero a mí el estilo oriental, el estilo untuoso que él tenía no me gustaba, me resultaba desagradable. Una persona que se expresaba siempre usando metáforas, ¿no?
Parece que no pensaba directamente. Desde luego se puede decir como Lugones que todo lenguaje es un tejido de metáforas. Pero en general, cuando uno habla no está pensando que las palabras son metafóricas. Por ejemplo, si yo digo “un estilo llano”, no pienso en “estilo” como el punzón que usaban los antiguos para escribir, y que “llano” se refiere a la llanura. O digo “candidato”, y si usted lo toma como persona vestida de blanco es muy difícil entenderse en una conversación común. No
podemos volver al sentido originario o primitivo de las palabras porque el diálogo se hace imposible.
—Incluso eso ocurre hasta con las calles. Cuando uno habla de Paraguay o de Maipú, uno no está pensando en el país o en la batalla…
—Sí, por eso creo que es un error dar a las calles nombres de personas, porque eso hace que las personas se conviertan en las calles. Lugones no quiso que se diera su nombre a ninguna calle. Yo propuse a la Sociedad Argentina de Escritores que no se modificaran los nombres de las calles, y agregar una cláusula especial para que no se les diera el nombre de escritores. Yo personalmente, como escritor, no quiero convertirme en una esquina, en un andén, en una estación, en nada de eso. La prueba está en que todos los días hablamos de la calle Corrientes, pero no pensamos nunca en la provincia de Corrientes. Tampoco pensamos en las corrientes de agua. Corrientes es ya el nombre natural de la calle Corrientes. Yo, en Palermo, acepté los nombres de las calles, y luego me quedé bastante asombrado cuando supe que esos nombres eran países como Nicaragua, Guatemala, o que Soler era un general. Por eso, el mejor modo de que se olvide a una persona es dar su nombre a una calle. Entonces ya la persona desaparece como persona y queda como lugar.
—Por eso es mejor utilizar los números, que son abstractos y permitan una ubicación geográfica más rápida…
—Sí, uno puede saber inmediatamente a qué distancia está la calle 7 de la calle 1. En cambio no se sabe de inmediato a qué distancia está la calle Chile de la calle Rivadavia. Ese es un conocimiento muy especial que uno va adquiriendo.
—Con el tiempo y con la guía Peuser. Dígame Borges…así que Tagore hablaba muy untuosa y metafóricamente, para su gusto…
—Sí, y además, él hablaba con plena conciencia de ser un maestro y de que los interlocutores eran discípulos…
—¿Y Waldo Frank?
—Sí, lo conocí, pero caramba, siento mucho decirle que no simpaticé con él. Era un hombre que adolecía digamos, de una cordialidad más o menos distraída. Se encontró conmigo una vez en la calle Florida, avanzó hacia mí, extendió sus brazos y me dijo: “!Querido hermano!”, lo cual me pareció una impertinencia de su parte. Primero, yo no lo sentía como un hermano y además qué derecho se tiene de llamar hermano a una persona casi desconocida…
También, otras preguntas mías lo llevaron a hacer apreciaciones de elogio para André Malraux y Francois Mauriac, o para la prosa de Paul Claudel, ya que su poesía por momentos le resultaba admirable y por momentos insoportable, cosa que también le pasaba con Victor Hugo, pero que según su decir, eso solía ocurrir cuando uno admiraba mucho a un poeta, ya que nadie puede mantener tan alto nivel en toda su obra. También recordó con sumo agrado sus caminatas con Néstor Ybarra y Pierre Drieu la Rochelle por los límites de Buenos Aires, al borde del llamado por Drieu “vértigo horizontal”.
Cuando en nuestro último encuentro lo interrogué por la admiración que le había escribir su prólogo al libro de Ramiro Tamayo, me recordó primero que Ramiro lo había retirado unas tres veces de la editorial para hacerle cambios y que finalmente no lo había devuelto más. En cuanto a su admiración tenía que ver con que en ese momento, con sus 18 años, Ramiro Tamayo era para su gusto el mejor poeta de nuestra lengua. Y con esa memoria prodigiosa que siempre lo caracterizó, a pesar de los más de veinte años transcurridos, recordó y recitó uno de los poemas de Ramiro que decía:
“Tú que tienes los ojos como caminos de Dios.
Que los tienes como atardeceres en los
ventanales de mi casa
(ahí, frente a los árboles
que reciben el viento que llega desde el
campo).
Tú que tienes los ojos como un Domingo
como uno de esos días esperados desde la
infancia.
Que los tienes poblados de sueños y de
cuentos deslumbrantes.
Tú que miras con esa lejanía
con que se miran las cosas supremas.
Tú que tienes esos ojos
dime:
Qué es eso algo triste
que está andando por las calles?
Lo que nos despierta –a veces–
en medio del sueño con
grandes lágrimas.
Aquella pesada hoja que cae
y se demora en la frente.
Dime despacio
el nombre del
niño de los pómulos violetas
que afronta una mudez
aciaga.
Tú que tienes los ojos poblados de
cielos que los tienes repletos de ansiedad.
Repite esas palabras tenaces
–y tan débiles– que llenan
las horas sin horas.
Muchacha, repítelas”
11/01/2007 por Marcelo Paz Soldan