Por Sebastian Narváez Núñez
En el largo periodo sin música en vivo al que nos condenó la pandemia del covid-19 pensé que iba a olvidar también los conciertos”, escribe Javier A. Rodríguez-Camacho en las páginas introductorias de Testigos del fin del mundo (Rey Naranjo, 2023), a medio camino entre lo dramático, lo cómico y lo exagerado.
Y no es menor la preocupación de este crítico musical boliviano: en plena pandemia aquellos que deambulábamos por las noches de calle en calle y de sitio de conciertos en sitio de conciertos, rápidamente extrañábamos el hacinamiento en aquellas calderas de la música emergente, fuera en La Paz, Santiago, Bogotá, Ciudad de México, Buenos Aires, Barcelona o Guayaquil. En apenas unos meses ya delirábamos con ese momento incierto en que por fin se levantaran las cuarentenas y nos reencontráramos en las calles viendo a un montón de bandas que bien podrían fracasar y separarse en cuestión de tiempo o convertirse en las nuevas revelaciones de la música independiente.
Quizás esa, la de la memoria, fue la excusa de Javier para sentarse a reseñar 120 discos, entre álbumes y EP’s, publicados por 116 artistas iberoamericanos de 16 países de habla hispana entre 2010 y 2020. Quizás ese encierro pandémico, con el distanciamiento social, las manos embadurnadas de gel antibacterial y las expresiones faciales cooptadas por el uso de tapabocas, fue el detonante perfecto para esta retrospectiva que escapa a la grandilocuencia pretenciosa de aquellos que se creen dueños de la verdad absoluta detrás de las selecciones de “Los mejores 100 discos de la década”, a menudo sesgados por su impacto en ventas o su huella superficial en la cultura pop, masiva e insípida.
A propósito del lanzamiento de Testigos del fin del mundo, aprovechamos para hablar con su autor sobre esta compilación que registra, como pocas, la escena de la música independiente iberoamericana, aquella que, al no llenar grandes estadios o tener millones de reproducciones en alguna plataforma de streaming, tiende a pasar desapercibida en el relato tradicional. En estas páginas, con sus reseñas y una selección caprichosa pero emocionante, se nombra y se documenta un fenómeno que ha atravesado a miles personas en sus tránsitos de la adolescencia a la preadultez, en la última década, con unas historias en común y unos fenómenos que hablan de nosotros, de nuestras experiencias más genuinas, de nuestras preguntas más existenciales y nuestra incertidumbre del futuro, independientemente si estamos en Quito, en Madrid, en Santo Domingo o Medellín, si nos gusta Él Mató Un Policía Motorizado, Rubio, Carolina Durante, Nicolás y Los Fumadores, Rita Indiana o Los Planetas.
Esa anécdota es verídica. Yo fui a comprar esas boletas a Santo & Seña, la librería de Rey Naranjo, y así fue como me conocí con Raúl Zea, el director artístico de la editorial y de este libro. Ese encuentro fue una excusa para descubrir que tenemos gustos y experiencias vitales en común. No es que la música de Ian Svenonius tenga algún superpoder, fue una chispa que necesitábamos para hablarnos el uno al otro, como lo podría haber sido cualquier otra. La relación de Svenonius con el proyecto se reduce a esa ignición. Lo cierto es que, si hubiese sido algún artista masivo, jamás habríamos coincidido con Raúl. Eso sí, que Svenonius sea un tipo que lleva en la independencia desde finales de los ochenta tiene una cosa poética innegable.
– La selección que ofrece este libro no pretende ser ni “la lista definitiva” ni “los mejores discos de indie iberoamericano”. ¿A qué obedece entonces?
La figura movilizadora que manejamos tanto durante la escritura como la edición fue la de un mapa, como el que trazaría un cartógrafo de la época de Humboldt, dibujando a mano alzada, entre el recuerdo y la limitación de los propios sentidos. Volviendo al encuentro con Raúl, nos imaginamos un libro que nos gustaría leer y no existía. Es el tipo de libro que le regalarías a una persona que va a empezar el viaje, alguien de 15 ó 17 años que está a puertas de ir a un toque de estos artistas.
Este mapa demandaba ciertos tintes y trazos para capturar los bosques, montañas, valles. Esa fue la idea para elegir la mayoría de los discos: que logren alguna representatividad estética, política, identitaria o sonora. El ruidosón, esa combinación de techno tribal y guaracha tan importante a inicios de la década en México debía aparecer. Entonces, la expedición nos ponía ante Los Macuanos, María y José, Tony Gallardo, Siete Catorce. Elegir de entre ellos era un reto más pequeño. Por otro lado, el 15-M, culminación del movimiento de los Indignados en España, tenía que retratarse también. La visión apenas alusiva de Niño de Elche en Voces del extremo (2015) permitía un acercamiento con el que me siento más cómodo y que corresponde mejor con una lectura actual de esa agitación, si bien Como hacer crac (2012) de Nacho Vegas, Sangrín (2014) de Pablo und Destruktion y Hope only brings pain (2013) de The Suicide of Western Culture son retratos más a nervio vivo de aquellos días.
En otros casos, teníamos poca elección. Pxxr Gvng fue ante todo un fenómeno de singles y mixtapes, su álbum oficial es un artefacto imperfecto y postrero, y los álbumes solistas de los involucrados en esa crew tampoco ayudan. Tocaba usar Los pobres (2015) como una excusa para hablar de algo más. Con Agorazein y la primera versión de C. Tangana pasa algo similar. También hubo preguntas sin respuesta posible, como qué disco vaporwave incluir. Cualquiera era bueno. Y, por último, están las inclusiones que son una indulgencia completa, como el caso de Aylu, Smurphy o Canela Palacios, tesoros en recovecos inexplorados por el recuento habitual de los 2010.
– El libro cuenta con dos tipos de “interludio”: por una parte, una selección de canciones a cargo de invitados e invitadas latinoamericanos, y por otra, unas anotaciones de página entera con curiosidades del proceso. ¿Cuál fue la intención de compartir este espacio entre lo colectivo (Guest Selectors) y lo individual (por ejemplo, la anécdota de la cantidad de horas que tu gato escuchó indie mientras escribías el libro)?
Un libro que mira a una década de música en todo un continente es una creación colectiva, así aparezca una firma en la portada. Por supuesto, eso implica el trabajo de muchos artistas, gestores, periodistas, académicos y públicos, plasmado en las páginas a menudo de forma tácita. Una manera de ampliar el relato y hacer esos aportes más explícitos consistía en proponerles a periodistas iberoamericanos que preparasen esas playlists invitadas. Están El Profesor Rayado, Richard Villegas y Juana Giaimo. Se quedaron fuera por falta de tiempo Albina Cabrera, Eric Olsen y Javiera Tapia, pero su aliento está en Testigos del fin del mundo de mil maneras; también el de periodistas y críticos generacionalmente un tanto distantes.
En cuanto a las otras cortinillas, son una apuesta editorial para darle al libro un tono más lúdico. Tomarse demasiado en serio a uno mismo puede ser un lastre insoportable. Yo luché por incluir a mi gato Frank porque es lo que más extraño de Bolivia y era un guiño a una curiosa tradición de autores incluyendo a sus gatos en sus obras. Las demás surgieron contra la deadline de la imprenta.
– El libro también tiene el detalle de portada: lista de canciones, notas al pie, tags de géneros y créditos de mezcla, integrantes etc., datos que siempre se encuentran muy implícitos en cualquier creación y que se suelen dar por sentados. ¿Qué detonó en ti esa decisión?
El mito del creador solitario no nos interesa en absoluto. Este libro no podría existir sin su equipo. Sin que las manías coleccionistas de Raúl Zea se imaginaran el formato de página binaria rica de información. O sin Alberto Domínguez, el editor de mesa de Rey Naranjo, empujándome para alejarme de las muletillas del reseñismo coyuntural. Sin Daniela Mahecha trabajando en la difusión del libro. Sin Isabella Viracachá aportando su talento gráfico. Queríamos que la marginalia del libro incluyese lo mucho de ese hacer colectivo que involucra cualquier creación artística, de allí que incluyésemos información sobre los músicos, productores, formatos y demás. Las etiquetas (tags) van un paso más allá, siendo recopiladas de plataformas como Bandcamp, RYM o Last.fm, donde son los propios fans los que se las inventan. Ninguna de ellas salió de mi pluma. Todo para hacer real nuestra apuesta por el libro como el relato de una experiencia colectiva.
– Habiendo escrito cientos de reseñas en varios medios desde 2006, ¿qué diferencia encuentras entre la reacción inmediata y la retrospectiva de ver estos trabajos a la luz de unos años y analizarlos en el presente?
La perspectiva temporal ampliada ofrece múltiples bondades. Ahora, con más oficio y serenidad, he escrito mejores reseñas sobre discos que en 2008 o 2012, cuando apenas alcancé a vomitar entusiasmo. Incluso entre 2018 y 2023, tiempo en el que escribí algunos de estos textos y los edité por última vez, cambié de opinión, de registro, de huella emocional. Entonces, puedo pensar que los cambios del autor fueron la principal fuente en esas transformaciones atribuibles al paso del tiempo. Seguir siendo la misma persona más de una década después me parecería preocupante.
Una cosa que discutimos a menudo con Alberto Domínguez, el editor, era mi repetido uso del término “ventajista”, al que recurría cuando sentía que estaba escribiendo sobre algún disco aprovechándome de saber lo que vendría después. De a poco fui entendiendo que esa perspectiva no era algo a evitar. No era revisionismo, sino una lectura presente de unas obras que tienen unas características perdurables.
– El periodo en el que transcurre esta selección, 2010-2020, empata con varias cosas al tiempo, entre ellas el paso de la adolescencia a la adultez, que podría verse en comparación con el sonido emergente del indie latino, con su propia consolidación. ¿Qué tanto esta es también una memoria de esa banda sonora que te acompañó la década pasada?
En buena medida es justo eso. Hay recuerdos y sentimientos que son inseparables de esta música y quizás imponen alguna dirección en el relato que es pura memoria mía. La agregación de esos sesgos puede servir para capturar algo más grande. Es lo que esperamos, compartiendo tu metáfora del libro como una memoria sentimental colectiva de ese periodo que podríamos llamar postadolescencia. Y, sin duda, muchos artistas que antes no me tocaban tanto ahora me sonarán a lo que viví y sentí durante la escritura, edición y circulación del libro. Ahora ‘A 1.200 km’ de Las Ligas Menores, que no resalté tanto en el texto del libro priorizando ‘Renault fuego’, me recordará a Monkymatik tocándola en un stand de la Feria del Libro de Bogotá, apropiándose de la canción en un día muy feliz. Mi apuesta es que cada lectora se descubra en estas páginas y canciones tanto como yo.
– Más allá del periodo de tiempo y de su procedencia, ¿qué factores comunes encontraste en la música iberoamericana independiente de la década pasada?
Creo que hay dos épocas muy marcadas. La de 2010 a 2013 fue la última de las microescenas localizadas, de incubación larga. Él Mató a un Policía Motorizado arrancó a finales de los noventa; Javiera Mena, empezando los dosmil. La primordial herramienta digital de ambos fue MySpace, por lo que en su obra y trayectoria se conservaba mucho de la praxis do it yourself que fundó el indie como lo conocemos desde finales de los setenta. La segunda época va de 2016 en adelante y comprende la explosión de las plataformas, acelerando los procesos de consolidación de escenas o artistas. También permitió la difusión de discursos emblemáticos de ese tiempo por su urgencia y necesidad, como los feminismos y las disidencias de género.
En cuanto a lo sonoro, sí se dio cierta uniformización, notable en la enorme influencia de un sello relativamente pequeño como Captured Tracks, que tuvo suerte y atinó para fichar a DIIV, Beach Fossils y Mac DeMarco, soportando el bedroom pop, en la vitalidad del nuevo R&B encarnado por Frank Ocean y, por supuesto, la explosión de los llamados géneros urbanos. Es una simplificación basta e incompleta, aunque de cierto modo alcanza a delimitar el que habría sido el consenso de “lo indie” si le hubiésemos preguntado a alguien en ese final de década.
– Visto en retrospectiva, seguro hubo ideas que tuviste sobre los discos que reseñaste en el momento en que salieron y que sufrieron algún cambio en el momento de sentarte a escribir sobre ellos ¿Recuerdas alguna anécdota en particular que te haya cambiado la percepción con el paso del tiempo?
Un eje de la intrahistoria del libro es mi relación con Él Mató a un Policía Motorizado. La primera versión del texto introductorio era una diatriba contra ellos, el reflejo de mi enojo ante un La síntesis O’Konor (2017) que sentí como una transformación amigable al mainstream que tenía poco que ver con la banda de la que me enamoré en 2006. Tanto fue así que no figuraban en el libro. Ahora sí están, con una reseña de La dinastía Scorpio (2012) que siempre fue merecida. Lo que me ayudó a entender a Él Mató fueron los tres conciertos que dieron en 2022 en Bogotá, a los que asistí luego de perdérmelos intencionalmente durante cinco años. Vivir esos shows rodeado de un público que tiene la edad que yo tenía cuando los descubrí me permitió entenderlo todo.
Algo parecido ocurrió con Rosalía. Yo la había visto en Barcelona en sus primeras épocas, tocando en garitos flamencos. Hacía teclados y coros para Rocío Márquez, una artista flamenca que entonces no habría dudado en calificar como más interesante desde todas las perspectivas. Quizás por eso la transformación urbana de Rosalía me costó aceptarla sin que el esnobismo me hiciera dudar de sus auténticas motivaciones. Incluso ‘Antes de morirme’, la última “canción del verano” de mi estadía en España me eludió por completo. Lo cierto es que con Motomami (2022) me convirtió, sacó a la luz el reguetonero que llevo en mí y permitió que releyera El mal querer (2018) de manera distinta. No es un disco independiente, es obvio, pero sí importantísimo para ese milieu, con el que además se interseca bastante.
– En el proceso de publicar un objeto tangible, hay también algo que se inmortaliza, como se inmortalizan los recuerdos en un álbum familiar o el cuadro que decora la sala. En tu caso, ¿qué crees que inmortaliza Testigos del fin del mundo?
Quizás es la fotografía de los veintes de un montón de chicos, chicas y chiques que podríamos llamar mileniales iberoamericanos. Un retrato casual, más de BeReal que de los feeds hipercurados a los que nos acostumbró el viejo Instagram. Fuimos estos, así nos sentimos y así lo quisimos expresar. Ni más ni menos que eso. Existimos.
– Hay algo que mencionas en la introducción y que tiene que ver con el sentido de pertenencia, ese sentido de la latinidad, de ser de este continente y tener ciertas percepciones del mundo. ¿Cómo sientes que esta selección le puede hablar también a alguien en Barcelona y al mismo tiempo en Cochabamba, La Habana, Buenos Aires, Lima o Guayaquil?
Tenemos numerosas experiencias comunes siendo postadolescentes de clase media en los tiempos del capitalismo tardío. Están los tránsitos de ida y vuelta en cuanto a influencias culturales y sonoras, dentro del continente, en las diásporas, hacia y desde la península. Sé que enunciar lo iberoamericano de allá para acá tiene otras implicaciones políticas. Si bien yo viví en España la mayor parte de los 2010, mi reconocimiento de cierta proyección continental ocurre menos inspirado por eso que por Club Fonograma. Este influyente blog trazó un mapa estético y sensible de la segunda mitad de los 2000 y la primera de los 2010, en la que una identidad reconocible emergía en torno a lo iberoamericano, a lo latino, a una música hecha por personas de origen hispanohablante en Hispanoamérica y sus diásporas. La idea de la comunalidad iberoamericana de este libro encuentra un punto fundamental allí, así cueste articularla con coherencia y claridad política.
– Detrás de cualquier manifestación artística hay una pretensión, ¿cuál sería la de Testigos del fin del mundo?
Es una botella que se lanza al océano con un mensaje dentro. Si alguien la encuentra y al leer ese mensaje siente que le hablan y se conecta así con la música, con otras personas como ella, ya está todo cumplido. Siendo menos románticos, si el libro cabe en un estante cerca de Lucy Santé y Rene Ricard, sería maravilloso.
– Han pasado apenas tres años de la nueva década y quizás es apresurado jugar a preveer el futuro de la música latina independiente, pero ¿hacia dónde crees que va “lo independiente” y “lo alternativo”? Ya es más que evidente que no es un nicho sino un fenómeno que, al menos en festivales, se ve y se siente masivo…
Tal vez lo mejor sería dejar que la secuela de Testigos del fin del mundo lo conteste. En 2013 no habría podido imaginar 2020. Si este libro es un tapiz, primero le harán falta remiendos y ensanches, quizás hechos por otras manos, antes de comenzar uno nuevo.
Voy a arriesgar una predicción. La crisis ambiental y el retroceso de los fondos de capital de riesgo podrían causar la contracción de este presente plataformizado en extremo. No hay forma de saber si Facebook y Spotify sobrevivirán la década en la forma que tienen hoy. La combinación de algoritmos de recomendación como el de TikTok y el progreso de la IA para generar contenido ajustado a preferencias y parámetros personalizados, con enorme escalabilidad, fortalecerá la posición dominante de legacy artists (artistas de catálogo, consagrados hace 20 o más años) y de megaestrellas masivas. Esos cambios transformarían lo que significa ser indie por completo.
– ¿Qué de todo lo que se pudo haber quedado por fuera en esta selección te carcome la cabeza? ¿Y qué le dirías a esas personas que seguramente te van a confrontar por haber ignorado X o Y disco en este libro?
Ya me han preguntado por Meridian Brothers y Juan Cirerol, con toda razón. Ambos estuvieron en consideración y se quedaron fuera por razones más mundanas que literarias. Pasó con Nacho Vegas, Juana Molina y Christina Rosenvinge, que han tenido una notable producción artística en los 2010 y que se quedaron fuera por la restricción de edad que nos autoimpusimos. En otros casos el tiempo nos atrapó cuando ya habíamos decidido reseñar un álbum distinto de tal o cual artista, y evitar desbalancear la selección de algún año, género musical o país dejó por fuera a Pyramides y a Varsovia. A otros les jugó en contra el formato elegido para reseñar (LP o EP), pues los inicios de la segunda ola del trap argentino ocurrieron en singles y por eso no figuran tanto como podrían en ese colofón de década.
Un criterio de visibilidad continental hizo que desistiera de incluir a Za!, una banda que me encanta y que hizo alguna de mi música favorita de los 2010, pero que incluso en Cataluña son poco conocidos. Otros ámbitos como Centroamérica o las diásporas, y acaso regiones distintas a las capitales de países como Perú o Colombia, no aparecen tanto por falta de tiempo para documentarme adecuadamente. Eso sí, esa relativa distancia con alguna que otra escena nacional ha generado un efecto curioso, pues amigos periodistas me han manifestado su sorpresa ante los artistas que decidí resaltar en sus respectivos países. Me han preguntado por algunos que se quedaron fuera, como Juan Gris o Tomasa del Real, según ellos infaltables; pero también celebraron que incluyese a Kali Mutsa, que en Chile suele ser más vista como una actriz, o a Lechuga Zafiro, que representa una electrónica algo minoritaria en Uruguay.
Fuente: coolt.com/