11/14/2012 por Marcelo Paz Soldan
El diálogo y el presente

El diálogo y el presente


El diálogo y el presente
Por: Mauricio Murillo

Los medios de comunicación del siglo pasado abrieron un nuevo espacio para relacionarse, conocer y acercarse a los escritores reconocidos: la entrevista.
Hace unos días, el renombrado escritor Juan Gabriel Vásquez ganó el Premio Simón Bolívar. Esta vez no fue gracias a alguna de sus novelas, sino a una entrevista que le hizo al escritor estadounidense Jonathan Franzen (que se puede encontrar en la página virtual de El Malpensante). La entrevista, que fluctúa entre el relato, la admiración y la reflexión, es un gran ejemplo de los niveles ficcionales y literarios que un encuentro periodístico de estas características puede alcanzar. En este sentido, en la historia de la literatura encontramos distintos diálogos captados por escritores o periodistas que develan la manera de pensar de muchos enormes escritores que en varias ocasiones vemos lejanos o cerrados. Por lo tanto, tendríamos que pensar que la entrevista posiblemente es casi un subgénero literario.
DIÁLOGO. Dejando de lado las entrevistas grabadas en video o las que reproducen la voz del autor, las escritas nos brindan una experiencia distinta. Es a través de la escritura que el entrevistador narra o comparte el encuentro. Existe una diferencia, en todo caso, con las relaciones epistolares o los diarios. Los encuentros se realizan en el presente, la improvisación es una de sus constantes y, sobre todo, es matizada por esa antigua tradición que conlleva el diálogo. La entrevista construye un espacio distinto, donde la palabra, en ida y vuelta, genera una suerte de complicidad y a la vez de enfrentamiento.
MOMENTOS MEMORABLES. La mayoría de las entrevistas son malos refritos que se repiten a sí mismas de una manera casi epidémica. Las preguntas de siempre: ¿Por qué escribe? ¿Cuáles son sus influencias? ¿Qué ha querido expresar? ¿Qué opina del momento histórico? Etcétera, etcétera. A veces, las respuestas a estas preguntas salvan la conversación y convierten las interrogaciones en raíces inteligentes. Pero las entrevistas memorables, las que uno relee, las que burlan el paso del tiempo, son pocas, sobre todo porcentualmente. Son las que engañan al poderío de los medios, los utilizan para crear literatura, en el presente, mientras se enuncia, performativamente. En éstas importa la manera de ordenar un discurso: a partir de preguntas, de palabras, en una narración, en un diálogo, en un monólogo, etc. Nombremos, como ejemplo (bastante pequeño y fugaz, en todo caso), algunas: la última de Roberto Bolaño publicada en Playboy, la de William Faulkner a The Paris Review (como tantas otras en esta revista), las de Provocaciones de Alfonso Gumucio Dagrón, la de Charles Bukowski realizada por Sean Penn, las del libro Peregrinos de la lengua del periodista peruano Alfonso Barnechea (donde aparecen varios escritores latinoamericanos del silo XX), las realizadas a Jorge Luis Borges. Faltan muchas, es claro, en las cuales la escritura (que guarda su referente cercanamente a la realidad) modela una obra y el mundo. Veamos algunas muestras.
SHAKESPEARE SOBREVALORADO. En 1987, Sean Penn entrevistó a Bukowski para Interview. Lo atrayente de esta entrevista es que la voz del escritor está precedida solamente por una palabra que funciona como pauta, como disparador. “El alcohol: El alcohol es probablemente una de las mejores cosas que han llegado a esta tierra, además de mí. Entonces nos llevamos bien. Es destructivo para la mayoría de la gente, pero yo soy un caso aparte. Hago todo mi trabajo creativo cuando estoy intoxicado. Incluso me ha ayudado con las mujeres. Siempre fui reticente durante el sexo y el alcohol me ha permitido ser más libre en la cama. Es una liberación porque básicamente yo soy una persona tímida e introvertida, el alcohol me permite ser este héroe que atraviesa el espacio y el tiempo, haciendo un montón de cosas atrevidas… Entonces el alcohol me gusta, cómo no”. En esta entrevista, Bukoswki dice algo inolvidable sobre William Shakespeare: “Es ilegible y está sobrevalorado. Pero la gente no quiere escuchar esto. Uno no puede atacar templos. Ha sido fijado a lo largo de los siglos. Uno puede decir que tal es un pésimo actor, pero no puede decir que Shakespeare es mierda. Cuando algo dura mucho tiempo, los snobs empiezan a aferrarse a él, como ventosas. Cuando los snobs sienten que algo es seguro, se aferran. Pero si les dices la verdad, se ponen salvajes. No pueden soportarlo. Es atacar su propio proceso de pensamiento. Me desagradan”.
LIBERTAD. Otro escritor estadounidense que aparece en entrevistas memorables es David Foster Wallace. En una realizada en relación a su novela La broma infinita afirma: “Aparte de que siempre he pensado que el autor de un libro es la persona menos indicada para hablar de él, no se me ocurre cómo resumir una novela de mil doscientas páginas sin que suene absurdo. Una vez, al rellenar la solicitud de una beca con cuya dotación pensaba vivir para llevar a término la redacción de La broma infinita, me topé con un apartado que decía: ‘Indique el tema de la novela’, y escribí: ‘La libertad’. Lo hice pensando en que uno de los grandes ejes del desarrollo narrativo es el tema de la adicción. Muchos de los personajes padecen las más diversas formas de adicción que hacen del individuo contemporáneo un esclavo de una manera u otra”.
TRAICIÓN. En la entrevista que mencionamos realizada por Vásquez a Franzen, este último habla del suicidio de Foster Wallace, su amigo cercano, y cómo lo vivió: “Lo que hizo me enfadó mucho, pero también la forma en que lo hizo. Lo digo en un ensayo: siempre supe que él sabía que el suicidio era una movida profesional. Por supuesto que no se mató para promover su carrera, pero estaba consciente de que lo haría. Lo terrible fue el contraste entre la adulación con que la comunidad literaria recibió su suicidio y mi conocimiento de los crueles, miserables detalles de lo que había hecho, de la traición que eso implicaba, de cuán salvaje era la agresión (contra su esposa, contra quienes lo quisimos). No lo sé… La gente que lo llenaba de elogios tras su muerte era la misma que nunca lo había nominado para un premio nacional mientras estaba vivo. Y es particularmente grotesco ver que la principal reseñista del New York Times, a quien Dave detestaba, la mujer que siempre había tratado sus libros de una manera boba y mezquina, de repente se subía al tren y gritaba loas al genio”.
FRACASO. Peregrinos de la lengua reúne varias entrevistas que Alfredo Barnechea realizó a distintos escritores latinoamericanos. En el libro se encuentra una de Onetti, hecha cuando éste todavía vivía en Montevideo. El periodista le dice al uruguayo que sus libros son “laboriosas crónicas del fracaso” y Onetti explica: “En mí, creo que se trata de un pesimismo natural; natural y radical. En el fondo, creo que soy una de las pocas personas que cree en la mortalidad. Eso influye mucho. Sé que todo va a acabar en fracaso. Yo mismo. Vos también. De todos los escritores del boom se ha dicho que son pesimistas, que en ellos los personajes siempre se frustran. Quizá. Pero en García Márquez o en Vargas Llosa yo noto una gran alegría de vivir. Sinceramente, no creo que vean la muerte como un problema. Y no se trata de que ahora yo tenga 64 años y que pueda morirme esta noche. No. Es algo que he sentido desde la adolescencia. Así como se descubre que yo soy yo, así se descubre la muerte, se marcan sus linderos. Uno de los descubrimientos más terribles, el más terrible, que tuve de muchacho fue que todas las personas que yo quería se iban a morir algún día. Eso me pareció absurdo, y de esa impresión no me he repuesto todavía. No me repondré nunca”. En este diálogo también encontramos una de las explicaciones más precisas e inteligentes sobre las motivaciones para escribir. “¿Y por qué escribe?”, pregunta Barnechea. “Porque sí, porque me gusta contar”, responde Onetti.
EL HUMOR QUE SALVA. En los últimos años, la entrevista que Mónica Maristain le realizó a Bolaño se ha vuelto muy importante. No sólo porque fue la última del escritor, sino por el tono humorístico que éste le imprime. Maristain le pregunta: “¿No cree que si se hubiera emborrachado con Isabel Allende y Ángeles Mastretta otro sería su parecer acerca de sus libros?”. Bolaño responde: “No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien como yo. Segundo, porque yo ya no bebo. Tercero, porque ni en mis peores borracheras he perdido cierta lucidez mínima, un sentido de la prosodia y del ritmo, un cierto rechazo ante el plagio, la mediocridad o el silencio”. Luego la entrevistadora le pregunta si se arrepiente de haber criticado el menú que le sirvió Damiela Eltit, a lo que Bolaño responde: “Nunca critiqué su menú. Si acaso, tendría que haber criticado su humor, un humor vegetariano o, mejor, a dieta”. También le pregunta qué lo aburre y Bolaño dice: “El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado”. Hacia el final de la entrevista, Maristain indaga acerca de si el escritor en algún momento creyó que se estaba volviendo loco; Bolaño, casi iluminando el tono que adopta para la entrevista, confiesa: “Por supuesto, pero me salvó siempre el sentido del humor. Me contaba historias que me volvían loco de risa. O recordaba situaciones que hacían que me tirara al suelo a reírme”.
APRENDER JUDO. En Provocaciones, Gumucio Dagrón nos permite ver un lado distinto de Óscar Cerruto, una imagen alejada de la diplomacia, el orden, la depuración, un retrato, en todo caso, encantador. “Fuimos ocho hijos, yo el segundo. Mi madre nos puso en la escuela, a los dos mayores, cuando ya nos había enseñado a leer. Y lo mismo hizo con los que nos seguían, excepto los últimos dos, que murieron antes de haber visto la luz de las letras. La escuela no me gustó, no congeniamos, de modo que fui un mal alumno. Se llamaba Colegio Nacional, lucía una hermosa bandera en los días feriados, pero era oscura y deprimente en el resto del tiempo, con unos profesores que me miraban siempre como a enemigo y unos condiscípulos empeñados en arrebatarme todo lo que fuera mío. Yo era pequeño y débil; mi hermano Luis Heriberto, fuerte como un campeón de lucha. Nadie, sin embargo, incluido mi hermano, osó nunca ponerme la mano encima. Sabiéndome débil, aprendí a defenderme temprano: leí libros de judo, me especialicé en llaves y golpes secretos y mis puntapiés eran tan famosos como sorpresivos”.
LA OBRA. En este mismo libro, Gumucio Dagrón le pregunta a Saenz: “¿Cuáles son los defectos del escritor boliviano?”. Éste responde: “La falla capital, a mi entender, es la falta de humildad, que se traduce en el ahorro máximo de esfuerzo, de sacrificio, en el miedo a los grandes renunciamientos que exige la obra. La obra yo la remito en la dimensión de los alquimistas del opus. La obra es una cosa muy grave, exige renunciamiento, exige un secreto, en cierta medida un misterio, pero sobre todo un profundo respeto y una profunda humildad. En realidad uno no ha hecho nada. Ha escrito cuatro disparates y no ha hecho nada. Aquí vamos a poner el dedo en la llaga: cualquier persona que ha escrito dos, tres, cuatro o 20 libros ya se cree dueño del universo. Ya es un escritor, se acabó, no tolera críticas, no tolera nada. Se erige un supremo pontífice de las artes y las letras. No trabaja, simplemente ha escrito para publicar, con ese fin inmediato. No ha escrito por el hecho de escribir porque le falta humildad, le falta ese sentimiento de dedicación profundo. Hay que dedicarse profundamente a escribir una obra, por más que no se publique. La obra no se termina nunca, es prohibido terminar una obra”.
Fuente: Fondo Negro