07/14/2010 por Marcelo Paz Soldan
Crónica de la visita de Alfredo Bryce Equenique a Cochabamba

Crónica de la visita de Alfredo Bryce Equenique a Cochabamba


Conexión, desconexión y conexión en dos días con Bryce Echenique
Por Leonardo de la Torre Ávila

Desconexión: Como tantos otros, me escondo para terminar un libro de Bryce Echenique que me ha acompañado como un amigo. Estoy de vacación en una playa, tengo 19 años, voy confundido pero por momentos me alegro. Conexión con la locura del mundo: once años después, Alfredo Bryce Echenique y su mujer aceptan unas coca-colas que les acabo de dejar temblorosamente sobre la mesa, en el aeropuerto de El Trompillo, en Santa Cruz. He seducido (figurativamente) a la organizadora del evento y he logrado colarme –pagando el boleto con mi digno sueldo de docente- en la delegación de bienvenida al escritor y a Anita, su compañera. Desconexión y tiempo para uno: El vendaval de este encuentro loco empieza a disiparse. Anoche, antes de despedirse, Bryce me ha dado un consejo y ahora me queda levantar el acta más íntima posible (con perdón) para que todos los detalles permanezcan como en un estado de felicidad sostenida.
Conozco bien ese estado. Lo descubrí al conocer a mi primer amor. Así de trillado pero así de cierto. Era una muchacha de trece años y llevaba un corte Italian Boy como el de Tere, el primer amor de Bryce, el joven Briceño, aunque eso lo supe después. Briceño le dedicó una novela y muchas anti-memorias a esa muchacha, como debe ser.
Conexión con los demás: Alfredo Bryce celebra cuando le cuento del empate de Forlán. Mi hermano, que entiende que sólo este encuentro con el escritor nos separaría a él y a mí a la mismísima hora de la semi-final de este mundial triste y loco, se ha comprometido a enviarme mensajes al celular cada que algo pase. Holanda ya iba ganando mientras Bryce esperaba sus maletas en Viru-Viru; pero Forlán empató en mi celular mientras íbamos todos callados en la vagoneta de la Fundación Patiño, ya camino a El Trompillo para tomar un avión del TAM hacia Cochabamba y no tener que esperar horas para el vuelo nocturno.
Desconexión: La timidez está volviendo a anularme, no me animo a decir esta boca es mía. Cristina Torrico, lectora entrañable y funcionaria de la Fundación Patiño, va al volante y de alguna manera ella y Jackelinne Mejía me animan a preguntarle algo al escritor que fue y quizá sigue siendo el que más quiero, el que mejor me acompañó. Conexión: No sé cómo, pero de pronto ya estoy preguntándole algo sobre el espejo de una pequeña habitación de hotel en Peruggia donde él se mira llorando (en un presente de felicidad alcanzada y verdaderamente sostenida) porque acaba de escribir el primer párrafo de su primer cuento. Frente al espejo también se despide de su vida anterior recordando el título de un libro: Good-bye to all that.
Cuenta que publicó ese primer párrafo casi sin tocarlo y que tiempo después se dio cuenta de que en él ya se preguntaba sobre la posibilidad del retorno a su tierra. “¿Cómo se llamaba ese cuento?”, se pregunta. Digo los dos primeros títulos de Huerto Cerrado que recuerdo, los descarta, sigue buscando en la memoria. “¡Ah, sí! Se llamaba ‘Dos indios’”, dice aliviado. Entonces nos cuenta de los indios que inspiraron ese cuento. Estaban sentados en una esquina de un viejo canchón donde alguien de su familia construía o refaccionaba un caserón. Ahí, invisibles entre los albañiles, cuyos apodos recuerda, estaban siempre sentados los dos indios. Casi no hablaban castellano pero él, que era prácticamente un niño, iba y se sentaba con ellos. “Eran mis amigos”, dice, preguntándose qué hubiera pasado si en su casa se enteraban de esa amistad.
Desconexión: El pecho me late muy fuerte, por momentos dejo de oír porque me pongo a pensar en la suerte que estoy teniendo. Cristina Torrico me regala otra mirada por el retrovisor riendo y diciéndome que aguante. Eso me conecta: Mientras llegamos a la Plaza Principal, Alfredo Bryce habla de unos amigos suyos que vinieron a Santa Cruz cuando Velasco les quitó las tierras.
Hemos llegado a El Trompillo. Anita insiste en llevar su maleta, dice que la avergüenza tanta atención; yo llevo el resto porque en ese momento podría cargar todas las maletas del mundo. Algo me desconecta, sin embargo: un mensaje en el celular, es mi hermano y dice “Gol de Holanda”. Para cuando llegamos al modesto mostrador del TAM ya todo el mundo lo sabe. Hay un par de televisores pequeños y la gente, muy apenada, mira la repetición del gol. También Alfredo, con su terno azul a rayas, mira el televisor, lo lamenta, y luego se pierde para quitarse la camiseta porque hace un calor tremendo. Subimos a la segunda planta buscando dónde sentarnos. No hay nadie y las coca-colas debo buscarlas en la tiendita de abajo. Bajo las gradas corriendo porque escucho que ha habido otro gol. Era de Holanda, el Uruguay va 3-1 abajo. Subo las gradas y lo cuento. Como queriendo animarme les digo que todavía faltan 20 minutos, que algo más puede pasar: “¿Veinte minutos? –pregunta Bryce- Sí, que puede pasar algo más: Holanda 4 a 1”. Todos ríen pero Anita y yo no aceptamos el pesimismo.
Ya debemos entrar a la Sala de Pre-Embarque. Pasamos junto a la pequeña tele. Les pido que se adelanten, hay algo de esperanza en el último tiro libre del partido. Me quedo mirando la tele. Conexión: El Uruguay hace un golazo que representa, como siempre, la posibilidad del chico que se agranda ante el grande que asusta. Una maravilla. El partido termina con Holanda escondida en su área. Llego donde están Alfredo, Anita y Jacky. También se alegran a medias. Alfredo está despotricando contra Maradona, tiene razón pero no lo apoyo por cuestiones del corazón. Al momento de subir llega el mensaje final de mi hermano: “Héroes igual”.
En el avión les toca a ellos tres juntos y yo cerca, pero a una distancia desde la que no escucho lo que hablan. Quisiera estar ahí porque Alfredo cuenta un montón de cosas seguramente valiosísimas a una afortunada Jacky, mientras Anita duerme. Así me han tocado la suerte de los asientos; entiendo entonces que no hay más que desconectarme y mirar las nubes y las montañas.
Al llegar a Cochabamba, me conecta de vuelta a la vida Juan Dibós, el amigo de Bryce que vive aquí. Ya en la vagoneta Bryce había contado cosas de “Pity” Dibós con tan genuina admiración y con tan genuino cariño que yo entiendo que ambos son más amigos que lo que el modesto de Dibós cuenta, o sabe. Juan introducirá a Alfredo al auditorio del encuentro y se tomará la merecida libertad de presentar Bolivia a Bryce. Dirá Dibós en esa introducción que Bryce sabe que somos, todos y cada uno seres aptos de ser escuchados, todos distintos”. Ahora han partido todas las vagonetas de la Fundación y Pity, que ya ha abrazado a su amigo con discreción, me ofrece llevarme a casa. Yo también me he despedido de Bryce y su mujer disculpándome por el acoso. Me dicen que no he molestado, pero me cuesta creerles. Llego a mi cuarto, abro la puerta, el corazón se me sigue saliendo. Desconexión y tiempo para el sueño.
Del día siguiente recordaré poco. Arrancó el encuentro con un par de ponencias que no pude oír y, sobre todo, con un almuerzo en los jardines. Están todos. Al salir, sufriendo, me conecto y voy a decirle al pobre de Bryce que en algún momento le haré un par de preguntas. “Cuando quieras, querido”, o algo así me dice. Por la noche voy a buscarlo pero alguien, espero que Pity, se lo ha llevado a cenar. Vuelvo a desconectarme.
Me conecto lentamente en la mañana. Leo en primer tomo de sus anti-memorias un tratado sobre la timidez y sobre lo que podría pasar si uno finalmente se anima a hacer lo que sueña hacer. La escena sucede en la cola de algún cine barato en París, donde Bryce y el propio Dibós miran la nuca de una bella señorita parisina a la que no se animan a decirle cualquier frase idiota y ejercitada.
Animadísimo, entonces, voy al hotel. Es tarde y todos los escritores invitados ya parten hacia una conferencia en la Universidad. Todos menos Bryce que ni siquiera ha abierto la puerta de su habitación. Me ofrezco a esperar para llevarlo, no sé cómo pero aceptan. Pasa una hora y medio y mi teléfono no para de sonar, es Jacky, es el señor de la Fundación que espera con la vagoneta estacionada abajo, ambos me piden que no espere más, que toque la puerta de esa habitación ya que el auditorio lo espera y no contesta al teléfono. Muerto de temblequeo hago caso y me arrepiento a continuación. Desde adentro, la voz de una Anita dormida pregunta quién es. Yo, imbécil, en lugar de fingir la voz y decir que vengo de parte de la Fundación o algo así, digo mi nombre. “Ay, no, Leo, ¡por favor!”, dice y yo siento ganas de tirarme por el balcón y morir. Permanezco ahí un minuto, se abre la puerta. Es Bryce, con la elegantísima ropa con la que seguramente fue a cenar la noche anterior. Me disculpo, le digo que por favor vuelva a dormir, que ya diré yo que él no podrá asistir durante la mañana. Él, muy atento, sólo asiente con la cabeza sin decir palabra y cierra la puerta.
Estoy desconectado, he pasado todas las líneas. Salgo del hotel y me voy a un café caro a pedir un sillpancho. “No pues, joven -me dicen, a esta hora sólo hay desayunos”. Entonces pido “un americano” y el mozo asume mal y me trae un triste café americano, con dos chocolatitos de cortesía, eso sí. No he comido nada en la mañana y el café me mata. Apenas lo pruebo, sé que volveré a mi casa, intentaré trabajar en cualquier cosa, no podré soportar la vergüenza. Por suerte, a través del ventanal del café veo que por la calle camina un señor gordo bien peinado que vende alfombras y que siempre me alegra ver. He vuelto a casa y ya estoy conectado. Quizá por eso en plena siesta suena el teléfono. Es Anita, se disculpa por lo que me dijo mientras dormía, agradece que me haya quedado ahí. Reímos y nos despedimos.
Por la tarde vuelvo al hotel. Los escritores Diego Trelles Paz, Juan Terranova y Sebastián Antezana me llaman a acompañarlos en una entrevista y Juan nos invita unas cervezas a todos. Comprenden que estoy montando guarda y me dejan ir cuando la puerta de la habitación de Bryce finalmente se abre. Son las siete menos cuarto de la noche.
Nuevamente partirán todos porque ya se ha hecho tarde, nuevamente quedaré para guiar luego a Bryce. Por suerte llega Juan Dibós y, junto a Anita, todos bajamos al bar. El vodka absoluto doble viene con tónica y toda la paciencia del mundo. Mientras tanto pregunto a Juan que pasó con aquella niña de la nunca bella en la cola de cine. “La del abrigo de armiño”, completa él, y luego mira al cielo. Bryce nos escucha y agrega: “Lo que pasó es que si nos hubiésemos animado a preguntarle algo quizá no estaríamos ahora aquí porque uno de nosotros se hubiera casado con ella”.
Entonces pregunto algo a Bryce. “¿Cómo es que vive, después de tantos años, el fanatismo y el cariño de sus lectores?”. “Bueno, yo lo vivo con inquietud -responde- porque siempre he sido un hombre muy nervioso y muy tímido. Soy uno de esos tímidos que hablan para esconder su timidez. (He tomado pastillas…) Sufro calambres, temblores de manos… lo que en siquiatría llaman trastornos de pánico. Y siempre me asfixió mucho el público. Cuando yo era un desconocido era un ser feliz. Cuando con Un mundo para Julius tuve éxito, tuve una enfermedad, una depresión, estuve cinco años en tratamiento siquiátrico. Y el médico llegó a la conclusión de que yo no disfrutaba de eso porque no era vanidoso”. Entonces entiendo, el asustado es él. Además está a punto de hablar ante cientos de cochabambinos y confiesa: “Siempre es la primera conferencia que doy en mi vida”.
Me queda una pregunta pero decido hacerla en la conferencia para que él termine su vodka con cierta paz. Jacky viene a arrearnos, otra vez he fallado en mi rol de escolta eficiente, el auditorio ya espera. Llegamos en las vagonetas de la Fundación. Bryce entra, el público lo aclama.
Adoro a este tipo. No es el escritor que ahora leo pero lo he querido tanto que no puedo dejar de quererlo. Al final de la conferencia, él mismo me hace entender porqué cuando responde en público a mi última pregunta: “Señor Bryce, disculpe que se lo pregunte aquí, pero ¿Pudo usted reponerse al primer amor?”. Y él responde: “Todo lo que he querido y amado sigue siendo mi presente”.
Ya no necesito acosar a nadie, he vuelto a mi estado de gracia, de felicidad sostenida. A lo mucho pido al cielo que Uruguay gane el sábado; eso y nada más. Pero el propio Bryce aparece por la galería lateral del palacio donde yo me escondo durante el pisco de honor. No estoy solo. Bryce se confunde y se alegra al verme con alguien. Luego, al despedirse, me llama por mi nombre y me da su último consejo tras tanta literatura: “(mejor) dedíquese al amor”.
Fuente: Ecdótica enviado por La Ramona (Santiago Espinoza, a quien agradecemos!)