03/19/2009 por Marcelo Paz Soldan

BUENA LECHE

Encomio de Ronald Martínez
Por: Ramón Rocha Monroy

Este 20 de febrero visitamos la tumba de don Franklin Anaya, porque era el 49 aniversario de fundación del Instituto Eduardo Laredo, su opera magna en pedagogía; y luego nos trasladamos a la tumba de Ronald Martínez, que murió un 20 de febrero. Ligamos fechas, unas venturosas, otras tristes, y me tocó agregar que ese día era mi cumpleaños. De inmediato se registró una escena surrealista: un Happy birthday en el cementerio.
Justo en el Día de la Poesía me llegó “Sin valor comercial”, el único libro de poemas de Ronald, que publicó en edición póstuma nuestro buen amigo Guillermo Razo. En ese volumen hay un verso que Ronald escribió sin saber que sería su epitafio. Tiene una fuerza poética mayor, un sentimiento místico que resume aquél que latía en el fondo de su alma noble: “Un día cualquiera despertamos / hablando con Dios del universo / y en esa exacta pureza de palabras, / nos damos cuenta que hemos muerto.” La soledad y el insomnio lo acercó a Dios quizá de la única forma que podía expresarlo su alma atormentada: con buen humor. En La Visita dice: “Dios vendrá esta tarde. / Jugaremos con barro, / ensayaremos uno que otro hombre / borrachos de suciedad y de pureza. / Lavaremos nuestras manos / no con agua bendita: / con el agua clara del estanque. / Después, tomaremos un café / enfriándolo a soplos divinos. / Por la ventana / veremos pasar vírgenes nuevas / altas, morenas, negras, / sensuales, pletóricas y suaves. / Hablaremos nuevamente / de la fácil redondez de la tierra / de lo absurdo que salió el infinito / de lo poco que costó / improvisar este universo. / Ya entrada la noche, / cada cual, / retornará / a su propia cruz.”
Ronald amó a su madre, “fuente inagotable de amor” y a sus hijos César Javier y Charis, “quienes caminan midiendo la distancia que existe entre sueño y sueño”. Del amor a la mujer tuvo la única experiencia que inspira poemas imperecederos: la desdicha; y de su oficio, la hidalguía poética de contemplarse al desnudo, como sólo se contemplan los grandes poetas: “A decir verdad / no soy un intelectual que se respete / cometo versos / entre gallos y medianoche. / Soy un guardián nefasto del universo. / Alquilo mi alma a cualquier vientre. / Admiro la fácil desnudez viciosa / del cigarro. / No ejercito oraciones / ni comulgo / por llegar primero / en los cien metros planos del hambre / o en la carrera sin relevos / de la sed… En serena complicidad con el vino, / le robo horas a la noche. / A veces me apiado de mi sombra / y la acaricio tiernamente / hasta saber / que ya no llora… Soy un pobre duro de roer / que siempre elude / el caro alquiler / del paraíso. / A decir verdad / no soy un intelectual que se respete. / No guardo una infamia en la solapa / ni alabo al barrigón de turno. / No me aplauden ni en los bares / no me leen ni en los inodoros… Fumo veinte suicidios diarios / amo a tres mujeres distintas / en un solo vientre verdadero. / Toco las campanas de la desolación / y casi siempre, las de la risa.”
Ronald tocó fondo, viajó a lo profundo de la noche, como los grandes poetas malditos. De allí trajo ecos de Edmundo Camargo y Lautréamont, que traman una autobiografía existencial intensa, inolvidable, registrada en nuestra memoria más allá de su llorada muerte.
Fuente: Ecdótica