Cuando agoniza la noche: Muerta ciudad viva de Claudio Ferrufino Coqueugniot
Por: Félix Terrones
El nuevo milenio trajo consigo numerosos cambios en las sociedades latinoamericanas. Hay quienes se apresuraron en subrayar una condición emergente para cada una de sus aldeas, antes apeadas del tiempo; en otras palabras, la llegada de la modernidad. De pronto, muchos se sintieron en una situación tal de bonanza que ya no creían vivir en una ciudad latinoamericana sino en un suburbio estadounidense. Así, se apresuraron a darle espesor ficcional a esa realidad que consideraban novedosa y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida como para creer en su inmutabilidad. Pienso, por ejemplo, en la literatura del chileno Alberto Fuguet. Los personajes de sus novelas se desplazan en espacios cerrados o de tránsito como malls, restaurantes, cines o aeropuertos, consumen marcas de moda y hablan en inglés lo mismo que en español. Incluso se ven atravesados por esas cuitas posmodernas que tanta marca dejaron en la producción cinematográfica de los noventa. Con el tiempo, como uno de esos productos tecnológicos de obsolencia programada, esta literatura ha envejecido de manera tal que no parece de finales del milenio pasado sino del siglo XIX. No nos detendremos en buscar las razones de este envejecimiento, en mi opinión antes formales que ideológicas, lo que importa es advertir que, como una línea paralela, progresivamente más afirmada, otro modo de abordar y producir literatura se ha asentado en América latina.
En efecto, con el nuevo milenio también llegaron otros escritores, más atentos a dar cuenta de una realidad latinoamericana en crisis permanente, donde los individuos se encuentran desorientados, no tanto por su dificultad para copiar un modo de vivir o sentir como por su incapacidad para reconocerse en ningún modelo. Esos escritores dan cuenta de realidades donde la violencia —social, institucional, política— no es extraña ni ajena sino moneda de todos los días. Asimismo, se trata de escritores más atentos a subrayar el mestizaje, el sincretismo de las diferentes sociedades latinoamericanas, junto con la manera en que este permea la vida cotidiana, compuesta de color local y afanes globalizantes. En ese sentido, resulta sintomático que este grupo de escritores, pienso en gente como Eduardo Halfon, Yuri Herrera, Héctor Abad Faciolince, Gabriela Alemán —y tantos otros que han hecho de su literatura una indagación formal de hiatos y fracturas— sin haberse puesto de acuerdo, como lo hicieron mediante manifiestos y proclamas los del Crack y demás, hayan orientado sus inquietudes estéticas en los mismos cauces. Lo cual puede hacernos pensar en una sensibilidad común, que trasciende fronteras y espacios; sin embargo, a mí me sugiere, por negación, la volatilidad del modelo literario de los noventa, su cortedad de miras. Así, con excepción de Missing (2009), la literatura de Alberto Fuguet, junto con las de sus cómplices literarios, parece condenada a avanzar en círculos, cada cual caricatura del precedente.
Claudio Ferrufino Coqueugniot (1960) pertenece a la segunda clase de escritores. Su novela Muerta ciudad viva (El País, 2013) es un fresco boliviano compuesto de multitud de viñetas. Pese a lo fragmentario del relato, como si la novela estuviera compuesta por escenas antes que por una intriga en el sentido clásico del término, Muerta ciudad viva encuentra una coherencia en función del personaje principal, o héroe novelesco. Subrayo la palabra héroe pues el anónimo protagonista recorre la Cochabamba ochentera como si se tratase de Ulises en su regreso a Ítaca. Solo que en una variante sudamericana, llena de alcohol, drogas, mujeres y todo lo que supone penetrar en la noche. En lugar de ser un epígono de Ulises que llega, al final de tantos periplos a la patria tan anhelada, el héroe de Ferruffino naufraga, simbólicamente, una y otra vez. Pareciera que su viaje, de bar en bar, de prostíbulo en prostíbulo, estuviera condenado al fracaso.
No obstante no es así. Inmersión morosa en la noche, precipitada errancia en el día, la novela plantea un aprendizaje erótico —marcado por la muerte, más simbólica que real— en una ciudad que se considera desprovista de literatura, aunque llena de algo parecido: la vida. De esta manera, se plantea un descarnado retrato del artista inmoral y tercermundista que recorre una topografía marginal y decadente. En dicho retrato, la ciudad —tal y como lo indica el título— es algo más que un espacio de desplazamiento, ella parece ser el escenario de un aprendizaje invertido: nada en él tiende a lo edificante, todo se orienta hacia lo inmoral. Se trata de una inmoralidad que recuerda la vivida por los personajes de las novelas picarescas, tal y como señala en la contratapa el escritor boliviano Guillermo Ruiz Plaza. Digo recuerda pues reducirla al ámbito específico de la novela picaresca, puede inducirnos a olvidar que se trata de una inquietud esencial de la novela como género, antes que un periodo o escuela específicos. En línea recta de autores como Luciano de Samosata, Rabelais, Melville o Defoe, los personajes de Ferrufino se interrogan acerca de los alcances de sus actos y elecciones pero no como filósofos sino como seres anegados de inquietudes, para quienes lo físico —el cuerpo, los humores, las secreciones, el sexo mismo— ocupa un lugar tan preponderante como lo intelectual o estético.
El tiempo, en este marco, adquiere un valor casi ritual de repetición que, a su manera, es aprendizaje. Se trata de inmersiones en la noche que no dejan respiro para la experiencia pues prometen, en el cuerpo de la mujer, en las calles citadinas, más de lo que entregan. La madrugada no deja nada al artista no tan adolescente; nada que no sea una resaca y la necesidad de volver a experimentar los excesos. Así se lee, por ejemplo, en uno de los numerosos pasajes en los que el narrador resalta el abismarse en el alcohol del protagonista:
Luego de la mona de dos días, tratando de olvidar pero queriendo recordar, volvió a leer. Refugio, dirían en lugar común, pero refugio en serio. Aparte del alcohol siempre estaban las páginas y al hacer un recuento se podría afirmar que en los largos periodos de abandono era donde había leído mejor. Stephen Dédalus. Se sentía retratado. Pensaba que también tenía que contar. Pero las historias cabían en los dedos de una mano, ni siquiera de las dos. Eso no lo deprimía, ni la miseria, ni el haber nacido en el culo del mundo como afirmaba. La única depresión la traían las mujeres, paradójicamente con la mayor alegría. Si fuera creyente, se recalcaba a sí mismo, creería que lo que disfruto lo pago en una jarana y castigo perpetuos. Dar el pecado y mortificarlo luego. Qué Dios era ese que aterraba a las multitudes con egoísmo tal. (p.92).
Si el periplo urbano del héroe hace pensar en Ulises, el lenguaje utilizado, junto con el estilo y también la moral que alientan la ficción nos hacen pensar en Louis Ferdinand Céline. De Céline, Ferrufino Coqueugniot tiene esa mirada desencantada con la que se enfrenta al mundo, a la vez desamparado aunque lleno de cinismo. También esa vocación por no ver en el contacto humano más que los equívocos, incluso las traiciones. Pero hay algo más. Del genial autor de Voyage au bout de la nuit, Claudio Ferrufino ha recuperado el aliento ético, ese compromiso indesmayable por la literatura. Todo alrededor parece descomponerse, qué demonios importa. Mientras exista vocación por contar, y en ella se encuentre una mirada llena de sensibilidad, la humanidad puede ser reconstituida en su cruda verdad.
En un estimulante artículo, el crítico español Ignacio Echevarría —con quien podemos estar en desacuerdo en varios puntos pero en quien reconocemos honestidad intelectual— se refiere al “estilo internacional” que marcara gran parte de la literatura latinoamericana de los años 90 y comienzos del nuevo milenio. Por “estilo internacional” Echevarría entendía la “uniformidad referencial, temática y estilística” que las nuevas reglas del mercado imponían a los escritores latinoamericanos con inmisericorde voluntad. Felizmente, todavía nos quedan autores como Ferrufino Coqueugniot quien, desde Bolivia, Francia o EEUU, en un movimiento radical por deshacerse de localismos, suerte de nomadismo intelectual y artístico, plantea una literatura de relieves, donde lo latinoamericano antes que un producto es una indagación, política, social, pero antes que nada vital y formal por partes iguales. Esa es la literatura latinoamericana que parece, siguiendo la estela de Roberto Bolaño, plantear una realidad ficcional menos complaciente, más fracturada. La misma que, desde sus diferentes frentes, delinean escritores como Richard Parra y Diego Trelles Paz (Perú), Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela), Juan Cárdenas (Colombia) y, desde luego, Claudio Ferrufino Coqueugniot, quien sin cansancio, con mucha espontaneidad y clarividencia, intuyó los derroteros actuales de la literatura latinoamericana. De lo que su literatura nos depara, no podemos decir gran cosa, aunque sí esperar las nuevas entregas de ese fresco del fracaso y la redención que parece decidido a elaborar.
Que el camino le sea oscuro como la noche de Cochabamba.
Fuente: lecoqenfer.blogspot.com/