La mujer que vendía muertos
Por: Shariel Baptista
Hace muchos años atrás, cuando aún era uno de los absortos estudiantes que curioseaban en los paraninfos, oí hablar de ella por primera vez. Más adelante, habiendo ganado ya el derecho a hacer cortes finos con el bisturí o a empuñar – con la fuerza y violencia requeridas- una sierra, la conocí en persona. No sólo me quedé sorprendido por sus ropas de señora de casa que venían con el mandil rojo incluido y su rostro moreno de mejillas encendidas, -detalles que, debo decir, no coincidían en nada con la imagen que yo le había construido, basado en los esporádicos comentarios de quienes habían comerciado con ella- sino también por su paciente forma de anotar cifras y requerimientos específicos en su pequeño cuadernito, casi sin emitir palabra, hablando más con los ojos que con los labios y dejando que los otros hablaran lo que a ella le parecía innecesario.
Recuerdo que ese día sus negros ojos ensombrecidos por las pestañas sin curva –los cuales me hicieron pensar, sin querer, en los ojos de un ternero- se posaron sobre los míos, sentí que un escalofrío recorría mi espalda, pero mi mirada no se dejó intimidar por la suya más experimentada, se la mantuve por largos segundos y entonces fue cuando le oí la voz por primera vez: “¿Qué me ves?” me gritó con una voz chillona pero a la vez intimidante; los que la rodeaban negociando con ella se voltearon para mirarme, los más con una sonrisa burlona, algunos con una mirada temerosa. Me moví rápidamente para llegar a los pasillos y confundirme en el mar de guardapolvos blancos. No la volví a ver; no porque ella hubiera desaparecido, sino más bien porque la curiosidad en mi murió, y todo el misticismo que yo creé alrededor de ella se quedó convertido en nada más que el simple respeto que se le puede tener a una señora rolliza y morena que sale de casa con el delantal y lo lleva a todos lados.
Ahora que doy clases en la universidad y me encuentro rodeado de estudiantes inexpertos y asombrados, la tengo frente a mí. No viste su delantal rojo, no lleva los labios regordetes apretados, es simplemente ella frente a mí, recostada y con una bata. No comercia, no negocia, no anota números, alguien más la habrá anotado a ella como una cifra en algún cuaderno, ahora ella no es nada más que un helado cuerpo esperando ser descrito por el bisturí en la mesa de autopsias.
Abril, 2010-04-27
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Fuente: Ecdotica