07/13/2011 por Marcelo Paz Soldan
Reseña de Giovanna Rivero de la novela Norte de Edmundo Paz Soldán

Reseña de Giovanna Rivero de la novela Norte de Edmundo Paz Soldán


Norte
Por: Giovanna Rivero

Norte, no es realidad una sorpresa en la producción de Edmundo Paz Soldán. Se veía venir esta novela violenta, incorrecta, peligrosamente actual. Y es que Norte es el resultado de una inquieta búsqueda estética e ideológica de la que Edmundo ya había dado cuenta en Los vivos y los muertos publicada en el 2009, trama en la que los secretos horrores de la clase media norteamericana, antes previsiblemente polarizada entre demócratas y republicanos, servía como trasfondo social para un serial killer, uno más de esos que regresan de las guerras con la psiquis destrozada. Sin embargo, en Los vivos y los muertos la zona oscura e inmoral norteamericana no estaba directamente vinculada con la presencia incómoda, protésica, digamos, de un migrante hispano o latino, y es precisamente este vínculo el corazón abyecto de esta novela con el súpercapitalizado título de Norte.
Hace poco leí una entrevista en la que Edmundo se reconocía como un escritor latino que escribe literatura norteamericana. Esto que parece un espejismo de la identidad inevitablemente esquizoide de los migrantes, al fin y al cabo siempre extranjero, es, sin embargo, un saludable síntoma de lucidez respecto a cómo un escritor decide vivir su experiencia histórica y volverla arte, literatura. Norte se atreve a ese compromiso político, un compromiso que no pasa por la narración proselitista de un determinado sistema de valores y las consecuencias de su transgresión, sino por el desnudamiento de las contradicciones, las ironías y los costos de ese sistema. Si prestamos un poco de atención a las novelas o relatos que se escribieron durante la segunda mitad del siglo XX entorno a la migración hispana y/o latina hacia Estados Unidos tendremos que el exotismo costumbrista es el común denominador. La figura del migrante en esas narrativas se asentaba en núcleos semánticos positivos; abundaban pues protagonistas que respondían al perfil del migrante pobre trabajador”, “el migrante esperanzado que buscaba una vida mejor”, “el migrante que se adaptaba al sistema y tomaba de él su esencia más positiva, dando de sí lo mejor”. Sin embargo, desde los umbrales del siglo XXI, comienza a emerger la necesidad de caracterizar al sujeto migrante desde su lado más oscuro, tal vez respondiendo al imperativo de tensionar la reflexión sobre su estatus siempre inestable, siempre cambiante, en relación a un sistema que insiste en su expulsión, pero que al mismo tiempo lo necesita como factor antagónico en un momento histórico en que los antagonismos vuelven a ser corporales, raciales, étnicos, y como prueba contundente tenemos, claro, la controversial ley de Arizona.
Esta nueva lectura sobre el fenómeno de la migración latinoamericana hacia Estados Unidos comenzó a ser registrada en novelas como Missing (2010) del chileno Alberto Fuguet, en la que, por ejemplo, el sujeto migrante no alcanza ningún éxito sino el olvido total, la negación como autodefensa, la absoluta desconexión respecto a cualquier dinámica social, una especie de flecha retroactiva hacia un primitivismo posthumano. Con Norte alcanzamos, sin embargo, un epítome de ese amor-odio que el imperio ha ejercido sobre las comunidades del tercer mundo. El núcleo dramático de Norte se condensa en la figura de Jesús, un psicópata que encarna el doble juego patológico de esa imparable pulsión-repulsión.
Pero, ¿de qué va Norte con ese título polar, jugando a la lejanía? Norte fluye en tres historias que corren paralelas: La primera comienza, en efecto, con la historia del Jesús, un adolescente mexicano que se inicia como psicópata con un crimen accidental en la frontera, al mismo tiempo que comienza a trabajar transportando vehículos robados de un lado a otro. De modo que ilegalidad y psicopatía constituyen una trenza que Jesús sabrá tejer cada vez mejor a medida que conoce los lados sissie (blandengues) del sistema, los límites de corruptibilidad de las instituciones del orden y los hábitos de la enormísima y anónima sociedad clasemediera norteamericana. Viajando escondido en el tren, en cada estación Jesús asesina a un sinnúmero de mujeres con modus operandi cada vez más violentos y sexuales. El paso de Jesús por la cárcel es el relato de la reeducación del individuo, con sus métodos poco ortodoxos, claro, hasta convertirlo en un fanático, no importa de qué ideología, de qué religión, secta o deporte, el imperio necesita fanáticos. De modo que hacia el final de Norte, previa saga de argumentos judiciales en pro y contra e infaltables manifestaciones callejeras de los más progresistas, Jesús llega a rozar la popularidad de un rockstar, a tal punto que los cueros de los callos de sus pies también tienen precio. En paralelo, la historia de una joven doctorante enamorada de un profesor disfuncional, incapaz de alcanzar una posición tenure en su departamento de literatura debido a profundas depresiones narcisísticas, se cruzará solo accidentalmente con la del psicópata y con la figura de un pintor mexicano de los años treinta, un artista con retraso mental obsesionado con pintar trenes, ese otro símbolo del flujo natural entre dos países que son norteamericanos, como Estados Unidos y México, pero que parecen las antípodas de un mapa renacentista. El relato del artista sirve, tal vez, como fondo foucaltiano para entender cómo la sociedad norteamericana ha sido ambivalente en la medicación y reconocimiento de sus patologías sociales. Pero, si algo realmente une estas tres historias es la situación de migrancia en que se hallan todos los personajes, algunos en la ilegalidad, otros, como el profesor bipolar, protegidos por la comunidad académica en la que los valores estadounidenses parecen estar mejor contenidos y metaforizados como un correlato de los valores políticos que hoy por hoy se han radicalizado en ambos bandos, en demócratas, republicanos, con resultados sorpresivos como el Tea Party.
Pero, ¿qué hace tan violento este thriller? Creo que Edmundo escogió la opción más difícil, aquella que parece renunciar a la metáfora para acercarse a la realidad, pero que justamente por esa densidad alcanza la categoría de un símbolo al caracterizar al inmigrante ilegal como un psicópata Edmundo Paz Soldán desnuda las anomalías de un proteccionismo compulsivo impuesto en la frontera y “eufemizado” hasta el cinismo al interior del imperio. Al llevar a su extremo semántico y patológico la naturaleza desconocida del extranjero, la tarea política de la novela triunfa pues se aparta de las antiguas negociaciones felices que tanto explotaban las novelas de viaje, aquellos bildungsroman en los que el migrante se adapta, reproduce el modelo y muere casi estéril en su agencia política en esa nueva patria.
Inmaculada Jáuregui, en su ensayo Ideología, psicopatía y sociedad dice, por ejemplo, que uno de los grandes delirios o falacias de la modernidad ha consistido en creer que la realidad es una, uniforme, inmutable y no vulnerable a la vida interior del sujeto. “El delirio es de tal magnitud que resulta imposible apreciar la confusión producida entre el mapa y la realidad. Y cuanto más se persiste en este error, más profunda se hace la confusión entre ideología y enfermedad mental y más se impregna la enfermedad mental de ideología” (2). Jáuregui revisa la figura del psicópata hipermoderno, en efecto, bajo un prisma foucaltiano subrayando el hecho de que toda enfermedad es nomás una convención de los valores que rigen en un momento histórico en una sociedad y por ese motivo el psicópata que recrea Edmundo encarnaría la colisión de las más altas aspiraciones y los más profundos temores de Estados Unidos y lo que esta está dispuesto a hacer en los ámbitos institucionales y privados para defenderse ante esta nueva colonización bárbara.
Jesús es un psicópata al estilo clásico, cuya imposibilidad para sentir culpa o catalizar y sublimar los malos sentimientos en creaciones cotidianas lo suficientemente flexibles para sumarse a la infraestructura del producto interno bruto le obliga a convertir su participación en el sistema en un flujo catártico de destrucción literal, incapaz de la metáfora. En otras palabras, participa matando, que es sin duda un modo inolvidable de protagonismo.
Bien, pero ¿qué conductas o actitudes sociales condujeron a la aparición de un Mexican Psycho, para decirlo metaliterariamente, en la narrativa de Edmundo Paz Soldán? Si seguimos la taxonomía sugerida por Jáuregui, tendríamos que el protagonista de Norte es sin duda uno de los últimos psicópatas clásicos de la imaginería finisecular anglosajona. El más emblemático es, claro, el American Psycho (1991) de Bret Easton Ellis, y tal vez el que respira a través de la actuación de Javier Bardem en la adaptación de la novela de Comarc McCarthy, No Country for Old Men (2005), psicópatas ambos que se vuelcan contra la propia cultura que los engendró. La variante, en este sentido, es que el Mexican Psycho de Edmundo Paz Soldán emerge desde la periferia, la ilegalidad más precaria y el más sucio de los anonimatos para atacar una cultura ajena que lo expulsa y atrae. Podría afirmarse también que el psicópata mexicano es fruto de la tensión fronteriza y no el hijo semibastardo de una sola cultura. Por lo pronto, esa identidad mutante debe desplegar energías negativas, malditas, ya que la identidad del sujeto ilegal reside aún en “lo innombrable”, de ahí que no es gratuito que Jesús dedique todos sus crímenes al Innombrable, una especie de dios satánico que avala sus iracundas performances.
Pero además, desde la biopolítica, Jean Baudrillard dice que “No es casualidad que hoy se hable tanto de inmunidad, de anticuerpo, de transplante y de rechazo. En una fase de penuria nos preocupamos de absorber y de asimilar. En una fase pletórica el problema consiste en rechazar y en expulsar” (54). La migración, en ese sentido, no escapa a un diagnóstico biopolítico, especialmente si se trata de ilegales, es decir, solo cuerpos, organismos no deseados que ingresan a la comunidad legítima para parasitar de ella.
Ya había pasado la época en que la misión de la policía era calmar los ánimos exaltados de la población, ofrecer la seguridad de que el orden volvería a ser restaurado. Corrían tiempos histéricos en los que la policía, para ganar la partida, debía azuzar los ánimos de la gente; hacerles ver su inseguridad, motivarlos a denunciar al sospechoso que merodeaba por su vecindario, despertar en ellos el fervor de la turba dispuesta a linchar a un extraño por el solo hecho de ser un extraño (89)
El núcleo dramático articulado por Jesús, el psicópata, objetiviza eso que, por otra parte, Slavoj Zizek llama el “antagonismo soterrado”, puesto que una constante en Norte es el tipo de víctima que cataliza sexualmente la rabia del ilegal. Se trata de mujeres, rubias en su mayoría, de la clase media norteamericana, o si son morenas, se suponen mexicanas o centroamericanas y se han aculturado a tal punto que el español apenas les sirve para pedir piedad. Así, cuando el psicópata ingresa en las viviendas de esa comunidad ya inoperante para violar y acuchillar en los ojos a las mujeres y luego arrastrar sus vísceras, su primera pulsión es la de la suplantación, la de la teatralización de una vida posible, legítima y luego abyecta en el corazón de la sociedad gringa:
No le costó nada saltar la barda, cruzar el jardín, llegar a la ventana. La abrió por completo y se encontró en una sala con sillones antiguos y un piano cubierto por una funda de plástico. Hojeó las revistas sobre una mesita al lado de un sofá –People, AARP Magazine–, y por un momento se imaginó con una vida prestada en ese país que no era el suyo, recibiendo amigos durante las noches, cortando el césped los sábados por la mañana, viendo televisión con su mujer e hijos los domingos por la noche, un perro o un gato a sus faldas. Le dio asco esa fantasía, tener esa vida. (82)
Y, en efecto, Jesús no forma parte de ningún proyecto, los proyectos políticos, a decir de Baudrillard, ya no son posibles en la hipermodernidad, solo es posible, real y vital la repugnancia. Jesús, sin embargo, conoce perfectamente el sistema y es hábil a la hora de crearse falsas tarjetas de seguridad social, seguros médicos, licencias de conducir, sabiendo que es la nominalidad lo que funciona en el sistema, mientras simultáneamente se permite, desde las entrañas de la cárcel la libertad y el derecho de opinar y simpatizar u odiar a los líderes patrios:
Ése era el viaje que había iniciado cuando lo metieron a la cárcel nuevamente, debía terminarlo. Clinton acababa de ser reelegido, eso lo tenía de mal humor. Habría más Wacos y más bombas sobre Sarajevo. (160)
Seguía las noticias y se enteró de la guerra en Afganistán y se alegró porque Bush no podía encontrar a Bin Laden. Había mujeres que le escribían y cazadores de autógrafos. Vendía su firma por cincuenta dólares. Vendía mechones de su cabello. Llegó a vender los callos de sus pies. Pinches gringos, estaban retelocos. (272)
Finalmente, la novela de Paz Soldán juega a la re-estabilización del imperio cuando le devuelve a la figura del policía la capacidad del control social: “Recordó la letra de un corrido: Decía Gregorio Cortéz / con su pistola en la mano: / No corran, rinches cobardes. / con un solo mexicano. Qué irónico que ahora él fuera un rinche que perseguía a un mexicano cobarde” (203). De todos modos, este juego es aparente en tanto que Jesús ha conquistado una singularidad que lo diferencia de manera rotunda de la masa ilegal y de los psicópatas civilizados que, en lugar de rebelarse contra el sistema, lo confirman al asumir en sí mismos los residuos emocionales de una comunidad aterrada, como es el caso del académico depresivo que Edmundo pinta como un personaje débil, víctima de su propio ego y al que el fenómeno de la migración ha terminado de enajenar, quizás porque, dicho sea de paso, el discurso y pensamiento académico es sordo y está lejos de la agencia negativa del serial killer fronterizo que en cambio conquista su identidad, horrorosa sí, pero suya, en base a batallas corporales, al contacto total de los cuerpos, ilegales contra legítimos. De ahí que Norte me haga pensar tanto en la película del directo Simon Rumley, Red, White and Blue, que muestra a un psicópata en la zona de Texas, cuyo uniforme para torturar y asesinar es nada más y nada menos que una chaqueta de jean con la bandera de estados unidos en la espalda. Jesús también se pone su chaqueta imaginaria, pero en la suya hay dos banderas, o tres, o cuatro, las banderas de una hispanidad abyecta que no puede arrancarse a Estados Unidos del corazón, porque Estados Unidos ya no será el American Dream de antes, pero sigue siendo un sueno húmedo.
Edmundo ha sido muy arriesgado e inteligente al plantear con Norte una necesaria crítica: diferenciar el tráfico de la migración, diferenciar la ley de la compulsión de poder, diferenciar el derecho soberano a la protección de la post-humana xenofobia cruda. Y, fundamentalmente, pintar el doloroso desamparo del ilegal en el Mal de la psicopatía, que es otra forma de migración. De ahí que el sujeto migrante esté enfermo de desarraigo, como cuando se describe en Norte:
Había hecho intentos desesperados de arraigarse a algo, pero siempre, inevitable, regresaba el deseo de partir. Pocas veces se había sentido tan protegido como cuando cruzaba el río y se montaba en los trenes de carga y se tiraba en el suelo del vagón vacío o asomaba su cabeza por la puerta entreabierta del compartimiento y una brisa fresca hacía contacto con sus mejillas y la camisa se le pegaba al cuerpo y desfilaban a su lado los desiertos, los campos de maíz y tabaco, los pueblos y las ciudades. (219)

En definitiva, Norte sí es una novela norteamericana narrada por un escritor ampliamente latinoamericano, que reinventa ese Norte deseado en un tropo de tensión, subvirtiendo el sueño americano del siglo XX en el purgatorio de la confrontación posnacional, batalla que el sujeto del siglo XXI debe encarar para encontrar su lugar en el mundo, un lugar diferido, dislocado, transhumano, a la intemperie de todo proyecto político, pero suyo por conquista. Felicidades, querido Edmundo, por este thriller que se nos hacía urgente cuando, queramos o no, ya hemos cruzado la primera década del siglo XXI y una muerte en México o en Tijuana, debe ser sentida como una muerte en casa. Es lo que nos ha tocado y vos te atrevés a encararlo.
Fuente: Editorial Nuevo Milenio