11/24/2009 por Marcelo Paz Soldan
Notas sobre una crítica fallida

Notas sobre una crítica fallida

conductas erráticas

Conductas erráticas, la antología cuya crítica es objeto de comentario
Por:Pablo R. Barriga Dávalos

Conductas erráticas, una fallida antología de no ficción, se tituló una crítica escrita por el periodista español Álex Ayala acerca del compendio de relatos de jóvenes autores nacionales. El autor de este artículo objeta la posición de Ayala respecto de su forma de abordar la obra.
Álex Ayala, la primera antología boliviana de no ficción no le gustó nadita. Conductas erráticas (Aguilar, 2009) es una impostura, nos dice, un libro de ficción que se hace pasar por no ficción, lastimando la memoria de Capote, Kapuscinsky y todos los demás.
Pero no sólo está la malvada confusión de géneros, nos dice, también hay otro problema grave: los textos no se dedican a contar historias de otros, de terceros, sino que hablan, la mayoría, de sus autores, de sus experiencias: un Edmundo Paz Soldán que juega fútbol en el equipo de una universidad perdida en el Solid South gringo; un Sebastián Antezana que no se atreve, no quiere hablarle a una mujer en un aeropuerto europeo; un Wilmer Urrelo que casi se ahoga —¿es cierto esto?— cuando su casa de la calle Tejada Sorzano casi desaparece bajo una inundación; una Giovanna Rivero que recuerda su lejano —¿o no tan lejano?— oriente de narcos y videojuegos, y así.
Todos son, nos dice Ayala, textos egocéntricos: puro ombliguismo e impostura, y de eso no se trata el non-fiction. El problema con la crítica de Ayala, y esto salta a la vista, es que no es una crítica, sino un alegato moral. Lo que Ayala le critica a los textos de Conductas erráticas no es, qué se yo, el tratamiento del lenguaje, el dominio de las técnicas literarias, la solidez de las narraciones, la ubicación o el extravío con respecto al momento literario actual o cualquiera de esas cosas en las que se fijan los críticos. No. Lo que está mal es la pretendida impostura y el excesivo desinterés por los demás (siempre más interesantes que uno mismo, tendríamos que suponer).
Un argumento así presume que hay una distinción clara entre ficción y non-fiction, pero esto, por supuesto, está lejísimos de ser obvio, como se lo hicieron notar muchos lectores al crítico. Nadie como Juan José Saer para decirlo con precisión contundente: “el rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad… aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos —lo que no siempre es así— sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propio a toda construcción verbal”.
Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. En todo caso, la discusión acerca de los géneros huele más bien a bronca gremial (Ayala lo dice clarito: lo que han hecho los compiladores es “como invitar a presentadores de televisión a formar parte de una antología de relatos cortos, o a un veterinario a hacerse cargo de la cirugía de corazón de un paciente humano”), y eso no me interesa tanto. A mí me interesa más bien eso de hablar de uno en lugar de hablar de los otros.
Y es que tengo la impresión de que el disgusto que le provoca al crítico que Maximiliano Barrientos nos hable de sus paseos por una Santa Cruz peligrosa o que Liliana Colanzi nos cuente sus aventuras íntimas entre Santa Cruz y Cambridge, revela más que un mero gusto personal.
Quizá nos hable de una falla, de una división generacional, de un quiebre en el tiempo de la literatura boliviana. Como intuía poderosamente Wilmer Urrelo en la única otra reseña de Conductas erráticas que he leído, “los bolivianos y bolivianas tenemos miedo, terror, a hablar de nosotros mismos”. Siempre es más fácil hablar de los demás.
Eso podría explicar que algunos de los textos que Ayala encuentra insufribles y aburridos (porque “no cuentan una historia que cree cierta curiosidad [en los lectores]”) a mí me parecen, si no logrados, por lo menos reveladores (también hay textos pésimos, claro, pero de esos hablamos otro día: esto es más —lo aclaro por si acaso— una crítica a la reseña de Ayala que una defensa de Conductas erráticas). En esos textos me veo reflejado: está allí el individualismo extremo, el obsesivo amor por la escritura, el profundo odio al provincianismo, la mediocridad, al romanticismo y al sentimentalismo, la feliz confusión acerca de la identidad nacional, relacionada más con los aeropuertos y el exilio voluntario que con cualquier antigua costumbre o esencia nacionalista.
Por ejemplo, Ayala dice que en Muestrario de guerra: literatura y vida, Rodrigo Hasbún “da vueltas como trompo sobre sí mismo”, pero yo encuentro en ese texto, no casualmente escrito en “nosotros”, algo así como un manifiesto —perdóneseme el anacronismo— de mi tiempo, la voz de una generación que siento mía, “una generación que descree de las fronteras bien delimitadas (entre tradiciones nacionales, entre géneros, entre expresiones artísticas de distinta naturaleza, una generación que no se siente atada a obligaciones de ningún tipo”, una generación cuya guerra es leer doce horas seguidas y no necesariamente salvar al mundo.
Esto no lo vio Ayala; como tampoco vio que Hasbún no “lee a Cheever sin llegar a ningún lugar en concreto”, sino que lee a Cheever, a Carver, a Onetti, a Saenz, a Beckett (y que escucha a Cohen a Dylan) y que son éstos —amigos íntimos— los que le han enseñado a leer, a escribir y, en suma, a vivir.
Esto no lo vio Ayala, como no vio las bellísimas notas al pie de Planetas errantes de Maximiliano Barrientos: Escribir sobre lo doloroso que es ver bailar con desconocidos a las mujeres que queremos. Escribir sobre el cuerpo, que es frágil e impredecible (…) Escribir sobre las personas que perdimos por muertes, porque se fueron a otro país, porque dejaron de ser felices a nuestro lado. La vida sin ellos. Eso básicamente es la literatura: la vida sin esas personas, la vida con miedo a perderlas.
Como no vio, detrás de la frivolidad de Todas las fiestas del mañana sutil, dulcemente escondido, el miedo a envejecer, el maldito miedo a envejecer y morir: “Algún día, supongo, nuestros cuerpos nos pasarán factura. Algún día, un desperfecto en nuestros organismos nos recordará que no somos jóvenes. Que la fiesta ha terminado”.
Todo esto no lo vio el crítico. Y creo que no lo vio no sólo por una cuestión de gustos. No lo vio por ser un lector prejuicioso (ficción y no ficción son distintas, punto), por ser un lector puritano (las historias de los otros son las interesantes, hablar de uno es ombliguismo, cosa fea, punto), por ser, en suma, un mal lector. Pero quizá no sea su falta, quizá sea más bien el tiempo y sus herencias. Quién sabe. Ya habrá tiempo para que la crítica —la de veras— diga lo que tenga que decir de Conductas erráticas. Esperemos hasta entonces.
Texto publicado en el diario El Deber