02/07/2008 por Marcelo Paz Soldan
Lo que marca a un clásico es su arraigo cultural

Lo que marca a un clásico es su arraigo cultural

cien.jpg

Lo que marca a un clásico es su arraigo cultural
Por: Luis H. Antezana

Factores como ventas, vigencia, crítica, estudios juegan, entre otros, sin duda, en la institucionalización de los libros clásicos, pero, a la larga, sin romperse mucho la cabeza acerca del “cómo” —que puede variar de caso a caso, de libro a libro—, lo que marca a un clásico es su arraigo cultural, esa curiosa vigencia que lo destaca entre los demás, como si hubiera alcanzado un grado especial de autonomía ante sus condiciones de origen y alcanzado, valga la expresión, un rango de inmortalidad.
La educación, en general, -hablando de la currícula de la materia de lenguaje y literatura- es un aparato de (fuerte) institucionalización social, de modo que los libros de literatura que ahí se fomentan (o reiteran) tienden a convertirse en clásicos; pero, obviamente, no es el único espacio cultural donde sucede la literatura. La crítica y estudios constantes, por ejemplo, también hacen lo suyo. Otra vez: los casos obedecen a diferentes “cómo.” A veces, un libro se vuelve clásico fuera de la educación, aunque, luego, ésta lo incorpora y, claro, colabora en su vigencia. (Pienso, por ejemplo, en la obra de Tamayo: no podía estar en la educación hasta cerca de fin del siglo XX porque, simplemente, no se la podía leer así nomás, nunca había sido re-editada hasta que la editorial Juventud la relanzó; y, sin embargo, todos sabían de Tamayo, hasta se encuentra en el billete de 200 bolivianos, pero, pocos lo habían realmente leído: simplemente, ya era clásico pero no había libros de él “a mano”).
A la hora de cuantificar, la lista puede ser corta o larga y la respuesta se podría hacer inacabable si examinamos, además, sus “por qué.” Veamos, entonces, sólo un par de ejemplos. Mencioné a Tamayo; en su porqué, prestaría mucha atención a la figura casi mítica del autor y, desde ya, Tamayo es un buen ejemplo de esos clásicos que no necesitan haber sido leídos para contar con un gran arraigo cultural (hasta está, reitero, a la cabeza, en nuestro dinero). “Juan de la Rosa” es, quizá, nuestro más clásico “clásico,” valga la redundancia. Ha permanecido leído, estudiado, difundido desde 1843 (si la memoria no me falla); pero, además, tuvo (tiene) un inagotable “eco” socio-cultural.
Acortando caminos, el tema de las Heroínas de la Coronilla sería el vehículo más evidente de ese su clasicismo amplio, tanto que, en Bolivia, hasta el Día de la Madre, en un cierto sentido, viene desde sus páginas. Memoria heroica, independentista, enfatizando el lugar de las mujeres y niños (Juanito narra la historia), los supuestamente más “débiles” en dicha gesta, Juan de la Rosa tuvo siempre una historia mítica a su favor; aún hoy en día hablamos de “independencia,” “soberanía,” “autonomía,” “colonialismo,” cosas así: Aguirre, por lo visto, le dio inmediatamente en el clavo. A diferencia de la obra de Tamayo, Juan de la Rosa se ha leído mucho y, ciertamente, es parte (accesible) de la educación. Hay muchos otros casos más, pero, basten estos dos ejemplos.
Volviendo a los factores que inciden a la hora de las catalogaciones, ningún clásico que se respete debería perder vigencia. Quizá las obras que se leen mucho en un período y que luego se quedan en su “prestigio,” no serían en rigor “clásicos”. Los bestsellers son un buen ejemplo de libros muy leídos (criticados, estudiados, institucionalizados mediáticamente) que casi nunca se transforman en verdaderos clásicos.
Un amigo sugería que, para reconocer a un clásico, hay que ver si se encuentra en la vida y lenguaje cotidianos: Avenida Heroínas, Casa de la Cultura (donde se enfatizan los clásicos locales: Raúl Otero Reiche, Adela Zamudio, Franz Tamayo; en Santa Cruz, Cochabamba y La Paz, respectivamente); algo que se vuelva “quijotesco”, “kafkiano”, “borgeano”; o “complejo de Edipo,” “parecen Romeo y Julieta,” etcétera, etcétera. Los bestellers, volviendo al tema de los prestigios huérfanos de obra, no llegan a las avenidas y al lenguaje tan fácilmente como los clásicos que se respeten.
Podemos asumir que la posible “lista de clásicos” se incrementa con el tiempo. Algo de tiempo tiene que pasar, por supuesto, para que se reconozca el peso de un nuevo arraigo. Jugando con los siglos en el mundo, es claro que Kafka es un nuevo clásico ante, digamos, Dante y Virgilio. En nuestra literatura, ya podemos considerar clásica la (“reciente”) obra de Jaime Saenz; una de cuyas figuras, dicho sea de paso, ya tiene un enorme eco socio-cultural, más allá de su lectura: la del aparapita (hasta hay un rock al respecto).