07/20/2016 por Marcelo Paz Soldan
La puerta, de Daniel Averanga

La puerta, de Daniel Averanga

puerta 2

La puerta, de Daniel Averanga
Por: Rodrigo Urquiola

(Texto leído en la presentación de La puerta, en la ciudad de La Paz, 2016)
Alguna vez, mis amigos y yo, colegiales de zapatos mal lustrados, un tanto más flacos que ahora y futboleros, recién despedidos como embolsadores de algún supermercado zonasureño, orgullosos barrientistas para más señas, a todos nosotros, curiosos además, sobre todo curiosos, se nos dio por visitar la calle de las putas, aquí en La Paz, más arribita de la Pérez Velasco. Claro que no íbamos a consumir, era época de pobreza y preferíamos gastar nuestros centavos en el kiosco de doña Feli, comprándole sus famosos sándwiches de silpancho. Queríamos observar y, quizás, pienso ahora, mientras recuerdo la novela del Daniel, observando descubrir algo que se escondía detrás de alguna puerta, algo que no necesariamente tenía que ver con el anochecer de aquellas mujeres, y, de alguna manera, intentar ver qué había más allá sin la intención de que nos atrapara ningún monstruo; ni siquiera imaginábamos la posibilidad de un monstruo, a decir verdad. Recuerdo que hacía frío sobre los adoquines resbalosos de aquella calle. Vimos lo que queríamos ver no como quisiéramos haberlo visto. Llegamos, decepcionados, a la Estación Central. Dimos media vuelta. Cuando bajábamos, ya para irnos a casa, uno de los travestis allí aposentados, abrazó a uno de mis amigos. Nosotros nos asustamos y tiramos de su chompa para liberarlo y llegamos corriendo hasta la avenida donde pasaba nuestro transporte. Mi amigo tenía la piel súbitamente pálida, los ojos muy abiertos, una incierta rigidez en los movimientos de sus manos, la respiración agitada; parecía haberse encontrado con un fantasma, con la materialización de un fantasma.
Un año después de aquella experiencia, cuatro de nosotros fuimos a la famosa 12 de octubre alteña. Igual, curiosidad. Era nuestro primer año fuera del colegio y nos sentíamos aventureros. El Alto, como cualquier otra ciudad que construye sobre sus soledades (La Paz, por lo menos en su centro, hace tiempo que ha dejado de construir sobre la soledad y ha empezado a construir sobre sus propias ruinas y sobre sus propias muchedumbres de ladrillo y adobes hacinados), es una ciudad que esconde un montón de misterios que La Paz no podría albergar porque, aunque sean bastante similares y próximas, hay un abismo que las separará para siempre y cuya historia subterránea, quizás la enorme historia de la aparición de ese abismo, habrán de retratar, con el paso del tiempo, narradores que se abren paso en estas calles, como Daniel. El Alto es una ciudad rica en cuanto a temas para cualquier escritor que quiera narrar, es un territorio virgen y hay que aprovecharlo, ahora, mientras podamos. Recuerdo que aquella vez que, con mis amigos visitamos la famosa zona de los lenocinios, la primera impresión que me dio caminar por esos rumbos fue la de estar caminando dentro de una colmena y, a medida que nuestros pasos nos confundían con los demás varones que pululaban por ahí, íbamos transformándonos en unas abejas (¿o habremos sido moscas, en realidad?) que provocaban su propio zumbido al internarnos en aquellas profundidades. Lo que encontramos no nos maravilló, es más, nos entristeció, porque los otros insectos –abejas también, o moscas embarradas en miel– parecían languidecer heridos en esos paupérrimos laberintos. Supongo que uno se va acostumbrando no solo a observar la miseria, sino a internarse en ella, a penetrarla, cuando la ve a menudo, y eso explicaría, quizás, el empeño de los habituales. Nosotros nos fuimos de allí sin haber consumido nada más que un par de latas de cerveza con una sensación extraña, la sensación de haber sido rozados por un monstruo, por el vaho del monstruo. Recuerdo que, mientras nuestro minibús bajaba la Autopista, uno de mis amigos cuyo nombre no mencionaré, nos preguntó: “Pobres putas, ¿no?”.
La lectura de la novela de Averanga me recordó aquellos sucesos. Obviamente los temas tratados en la ficción que ahora presentamos son diametralmente opuestos a aquellas cosas que guarda mi memoria. En La puerta, un grupo de colegiales del Guido Villagómez se enfrenta a un monstruo asesino, un monstruo visible, espantoso como todo aquello que nos cuesta creer que estamos viendo a pesar de que estemos viéndolo y a pesar de que esté doliéndonos no sólo en los ojos sino en algún lugar más adentro del cuerpo. Y es que esta es una novela sobre el espanto, una novela que levanta preguntas como polvareda. ¿Qué es aquello maligno que, de cuando en cuando, parpadeando incluso, me observa? ¿Se le puede poner un rostro a un fantasma? Si le has puesto el rostro al fantasma, ¿es extraño que el fantasma se parezca a ti? ¿Hay escapatoria? También se me ha dado por imaginar a los colegiales del Villagómez no como un montón de jóvenes prontos a ser degollados, sino como un individuo que, con cada movimiento del monstruo, sufre una nueva herida. Pienso que El Alto, como cualquier otra ciudad, como cualquier pueblo, como cualquier geografía infestada de humanos, incuba un monstruo en sus entrañas preñadas de tiniebla, y no se podrá ver el rostro de este monstruo o adivinar las formas de su cuerpo, sin leerlo. Y escribir es una forma de leer. Bienvenido pues, Daniel, a la construcción de un nuevo imaginario y salud por la novela.
Fuente: Ecdotica