07/17/2007 por Marcelo Paz Soldan

Extraños en el paraíso

A 25 años de la muerte de John Cheever
Por Maximiliano Barrientos
(Hace un cuarto de siglo un cáncer renal acabó con la vida de John Cheever, uno de los escritores más brillantes de su generación. Su influencia y su obra gozan de una salud intachable, y todo indica que se mantendrá así en sucesivas generaciones. A continuación, una semblanza del narrador al que se apodó sabiamente como el Chéjov de los suburbios).
Esto aparece en alguna parte de sus Diarios: “Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. (…) No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento -creo entreverlo en sueños- , mi desesperación”.
Y durante casi cincuenta años, desde que concibió Expulsado, relato publicado a sus diecisiete años en la revista New Republic en el que cuenta su expulsión de la Academia Thayer, John Cheever, uno de los escritores más brillantes e influyentes de la segunda mitad del siglo XX, fue fiel a esa norma estética que el mismo se impuso, y sus narraciones -las cinco novelas pero especialmente los 161 cuentos que vieron la luz primeramente en revistas como New Republic, Collier’s Story, Atlantic, Esquire y, sobretodo, The New Yorker-, le valieron el sobrenombre del Chéjov de los suburbios.
Su universo es la crónica detallista del infierno invisible subyacente a las familias privilegiadas que llevan placenteras vidas en los suburbios, habitando amplias casas con piscinas donde los hombres tienen una animada vida social con fiestas y reuniones y grandes trabajos y saludables hijos y una esposa que no los abandona, hombres que no se ven afectados por grandes tragedias -no hay muertes ni actos heroicos (el malestar es mucho más silencioso y sus causas más sutiles)-. Su universo, uno de los más singulares y complejos de la ficción contemporánea norteamericana, es el testimonio -escrito con una de las prosas más solventes y enigmáticas de su generación- de los muladares escondidos tras el barniz de normalidad, pero también es la búsqueda de redención -e ahí los destellos místicos que el escritor y periodista Rodrigo Fresán asemeja con los que habitan la obra de J.D. Salinger- en un mundo contingente; por eso, sus personajes –muchos alteregos del propio Cheever- se encuentran en sitios acomodados como extraños, extranjeros que no entienden por qué las relaciones humanas se volvieron un campo de batalla, por qué la esposa súbitamente se tornó una enemiga y sobretodo, no entienden cuándo llegaron ahí ni cuáles fueron las culpas o las causas que determinaron tantos cuestionamientos. Sus personajes buscan una salida y una visión redentora. Y Cheever a veces la entrevé. Y Cheever dejó algunas obras maestras en el camino (Adiós, hermano mío, La cura, El ladrón de Shady Hill, Las joyas de los Cabot, El nadador o El brigadier y la viuda de golf), en la persecución de esa visión.
Estar lejos de casa o no saber dónde quedó. Estar lejos de casa en su propia casa, con la gente que ama y necesita y ve como extraños -o ellos a él-, e ahí su universo.
LEJOS DE CASA
Cheever nació en 1912 en Quincy, Massachusetts. Después de la expulsión de su colegio por haber sido encontrado fumando y por demostrar una notoria falta de interés por sus estudios, se dedicó a la literatura a tiempo completo, viviendo de los cuentos que vendía a muy buen precio a las revistas y semanarios antes mencionados, pero fue The New Yorker -bajo la edición de William Maxwell, Gus Lombrano y Harold Ross- el que lo acogió en una familia donde se publicaba a los escritores más talentosos de esos años: John Updike, Truman Capote, Vladimir Nabokov, J.D. Salinger y Philip Roth por nombrar algunos de esa camada (ahora también sigue siendo una plataforma de grandes valores, Rick Moody, Michael Chabon, Lorrie Moore, Haruki Murakami o veteranos activos como William Trevor y Alice Munro son algunas de las firmas que aparecen con frecuencia), lo que le permitió desentenderse de las obligaciones que acarrea un empleo convencional para mantener a la familia que había formado en 1937, año en que se casó con Mary Winternitz.
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El gran tema de Cheever -anticipándose a la literatura de ficción y no ficción actual que lo ha convertido prácticamente en un cliché- es la familia como problema, como territorio de guerra, como ruinas de un paraíso extraviado. Su literatura, descarnada e intimista, explora las relaciones entre esposo y esposa, hijos y padres, y deja constancia -en párrafos hermosamente escritos- de la soledad de gente que al parecer lo tiene todo y que alcanzó la cúspide del sueño americano. Sus dos primeras novelas: Crónica de los Wapshot (1957), con la que ganó el National Book Award, y El escándalo de los Wapshot (1964), son precursoras de lo que años más tarde se llamó realismo domestico o realismo sucio. Sin embargo, donde su genialidad está más latente es en los relatos cortos. Ése es el lugar donde su sagacidad alcanza cimas difíciles de superar a la hora de mostrar los quiebres, las pequeñas paranoias de todos los días, la necesidad imperiosa de reencuentros que lo curen y santifiquen, que lo devuelvan al mundo como nuevo.
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Su literatura es la literatura del cansancio. Ése parece ser una constante en sus cuentos y novelas. Hombres envejecidos y maduros, alejados de la infancia y de la juventud, viviendo vidas que siempre estuvieron ahí, ya hechas, amoldadas. En sus ficciones, a pesar de la compleja y asombrosa arquitectura de su prosa, no hay frescura, esa frescura que se respira en escritores como J.D. Salinger o Hanif Kureishi, con quienes siempre se tiene la impresión de estar leyendo a adolescentes que miran y entienden e intentan traducir al mundo desde una galaxia donde la incertidumbre tiene todavía una rara fascinación y es una suerte de privilegio. Los personajes de Cheever siempre están agotados, como si toda su vida hubieran sido trabajadores descontentos o esposos a los que ya no los aman o padres contrariados por el afecto de sus hijos.
Quizás esto responde -alejándonos de lo puramente literario- a ese carácter conservador y a su puritanismo. Algunos críticos apuntaron que esa contradicción entre el moralista y su incapacidad para asumir su homosexualidad, su alcoholismo y una vida por momentos desenfrenada, haya sido uno de los factores desencadenantes de la problemática existencial que se filtra en su obra, sin embargo, como afirma su hijo Benjamin en el prólogo de sus Diarios, en los últimos años dejó el alcohol y logró reconciliarse con sus propios impulsos, pero la vida -en un grado mucho menor que antes- siguió siendo un problema, algo que lo preocupaba, un motivo de reflexión constante.
La búsqueda de Cheever -si su ficción puede ser entendida como tal- es un intento por reconciliarse con un territorio en guerra: su propia familia, el ansia de una vida más generosa y plena, una bondad natural que él sabía que debía estar allí pero no encontraba más que rastros difíciles en caras hostiles: desconocidos en el metro o solitarios en bares o un hermano cuya propia decadencia era un reflejo de la suya.
REGRESAR A CASA
Esto parece el paraíso es su última novela, la publicó en 1982, a los 70 años, meses antes de que un cáncer en sus riñones acabe con su vida, pero no con la leyenda.
La novela fue escrita en un momento en el que los reconocimientos empezaban a llegar de todas partes. La reciente publicación de Cuentos y relatos de John Cheever, en los que se recopiló la totalidad de sus historias, lo hizo merecedor del premio Pulitzer y del National Book Critics Circle Award, y se convirtió -raro en una colección de relatos- en el libro más vendido del año. Harvard le otorgó un doctorado a pesar de que lo habían expulsado a los diecisiete y desde entonces no había vuelto a pisar la universidad, salvo para dictar cursos de escritura creativa como un escritor confundido que, entre sus ejercicios predilectos, les pedía a sus estudiantes que elaboren una carta de amor imaginando que están en una casa consumida por el fuego. En lo personal las cosas también mejoraron, dejó el alcohol y las relaciones con su esposa Mary adquirieron una estabilidad razonable después de que Cheever aceptó sus impulsos homosexuales. Todo parecía retomar un cause que años atrás, en un momento que resultaría difícil predecir, se habían torcido. Cheever, después de años de exilio y de vagabundeo por los suburbios de su propia mente e infelicidad, empezaba a sentirse en casa, por lo que no resulta raro que quisiera cerrar una trayectoria pequeña (en cuanto a libros publicados) pero muy concisa, con una novela que festeje ese regreso tan anhelado, esa redención aparentemente definitiva.
Y esa novela fue escrita con una prosa que persigue los destellos del satori, destellos que iluminan y enceguecen, paréntesis hechos en el ruido y en el desorden que asegura que todo -por ese instante, mientras dura la fuerza del encantamiento de una de las escrituras más arrolladoras de su generación- todo irá bien. El amor y la naturaleza como fuerzas redentoras en el universo Cheever, pero también la literatura, a la que consideró el triunfo sobre el caos (La muerte de Justina). El amor, la naturaleza basta y la literatura contraponiéndose a ese mundo de suburbio en el que los hombres se degeneran paulatinamente. Eso era el paraíso para Cheever. Y el paraíso es fantasmagórico y a veces se borra y vuelven los viejos infiernos, pero nunca se quedan del todo. Aparecen y desaparecen, y sus personajes oscilan entre esas visiones y vuelven a casa o se van al trabajo, viajan en tren o ingresan a pequeños bares poco iluminados para saber que afuera siempre habrá alcohólicos y asesinos y pederastas y amenazas nucleares y esposas infieles e hijos desobedientes, pero por ese momento, en el instante en el que nada de ese ruido puede afectarlos -mientras están en el metro o en el dormitorio de sus casas de suburbio o en esos jardines con piscina tan propios del paisaje cheeveriano- todo está bien, hay orden en el caos.
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Paraísos amenazados. Paraísos que se perdieron o que se están perdiendo. Paraísos recuperados por momentos, entrevistos apenas. La literatura de Cheever bordea esos registros. Da fe del hombre que estuvo ahí y los vivió.