02/24/2010 por Marcelo Paz Soldan
Cuento: Alejandra de Carlos Rocabado

Cuento: Alejandra de Carlos Rocabado


Alejandra
Por: Carlos Rocabado (“Roca”)

luego de que murió Alejandra, recibí el regalo que nunca debí haber deseado. un día, poco después de su muerte, llamó su madre y me dijo que quería entregarme algo. me estremecí por completo, pensando en el recado que se mostraba desde el más allá. a pesar del trayecto molestoso, de la mueca que me esperaría más tarde en la cara de la madre de mis niños, bajé a visitarla esa misma noche; Alejandra había sido una querida novia, y su madre, más que una ex-suegra, era, es, como una tía por la cual nunca podrás dejar de tener afecto.
la casa de Alejandra apenas había cambiado, a pesar de tantos años, tantas otras suegras y novias; todavía pude reconocer el aparato de sonido, ya antiguo en su momento, la peculiar mesa que hacía de epicentro de la sala de estar, la chimenea sin madera, sin cenizas, sin interés por lo aún vivo. más me costó reconocer a la madre de Alejandra cuando me asustó como un fantasma, bajando las gradas espectralmente: seca, entre luto y sombras, abandonada y deseosa de rendirse ante el destino que le fue adverso, el destino filicida.
no puedo recordar muy bien que nos dijimos. pero en algún momento de esa conversación tras sordinas que trato de reconstituir, ella se retiró, dejándome por un instante con la mesa, la chimenea, el equipo de sonido. el día del entierro ya la había abrazado calurosamente, mientras ella derramaba lágrimas en mi pecho, ya le había dicho cuan tonta e inútil palabra se me había ocurrido en ese momento tan tenso, tan violento. ese momento del pésame se me reveló como el lugar donde las palabras -a las que siempre he tenido en un altar- enseñaban su lado más ridículo, menos humano; el lenguaje vocal desnudaba una vez más su inferioridad frente al lenguaje corporal, mostraba haber sido extranjero al génesis de nuestra raza. volví al presente cuando la madre de Alejandra bajaba de nuevo por esas escaleras, cuando traía entre sus manos el diario de Alejandra.
Alejandra siempre supo que yo consideraba a su diario como un posible trofeo de guerra. una triple joya que deseaba primero en secreto, y luego explícitamente. tenía la curiosidad que siempre fue característica mía, una de esas debilidades que sólo las madres olfatean y reconocen antes de que uno se reconozca a si mismo. la curiosidad por saber de ella, de su vida, a la que siempre Alejandra dibujó libre, aunque yo siempre temí y desee que fuese libertina. la curiosidad de leerme, de ser un personaje en los textos de otra persona, esa ansiedad por querer conocer esa opinión ajena que nunca llega a tus oídos. la curiosidad general, la curiosidad específica, la curiosidad narcisista. cada una de estas se había ido apagando a su propio ritmo. ahora eran los parientes lejanos de una nueva curiosidad, adulta, desinteresada, laboral.
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la madre de mis hijos ya había despachado a estos a sus respectivos sobres, donde fingían dormir mientras oían mi abrir y cerrar de puertas mal aceitadas, donde adivinaban con los párpados cerrados el rayo de luz del pasillo, quebrado por la sombra de mi cabeza, que yacía en otro lugar. sin mucho que decir, ella también se despachó a nuestro sobre, en una mezcla de bastante respeto y un poco de hastío por mis asuntos. sabía que yo no iba a acompañarla en el principio de la noche íntima. cuando las hadas me llaman, mis horarios se estiran, la noche se vuelve mi cobijo, mi envoltorio; cuando las hadas aparecen, sólo la luz de mi escritorio puede romper su nuez.
no se como Alejandra decidió que su diario sea mío, si lo escribió en un testamento, si se lo dijo a alguien cercano, si puso una pequeña nota dentro de él, o un post-it por encima. talvez lo comentó con su madre hace tiempo, y esta, temerosa de volver a reconocer a una hija que ya no está, decidió deshacerse del diario de acuerdo a sus instintos. un eterno ritual, donde uno trata de leer las instrucciones que envía alguien ya ausente. yo también me balanceaba temeroso buscando mi propio ritual: la muerte es un examinador que juzga cada paso que das en nombre de los suyos.
lloré amargamente durante horas, silenciando como podía mis espasmos, sacudiendo esta silla que más que balancearse temblaba, haciendo de reflejo de mi pesar. lloré por su juventud que fue la mía y por su juventud que ya no había sido la mía. por lo que alguna vez supe, por lo que intuí, por lo que nunca supe, por tantas equivocaciones adolescentes. aquellos años nos habían abandonado a ambos y no importaba que yo esté aquí y ella no. la noche se había vuelto torbellino, mi llanto era la mar picada. ya no quería al día, el día a día ya no me quería, me había expulsado hacia atrás. ya no podía imaginar el escribir algo con los relatos que ahora me zarandeaban como a aquel muchacho; la que había sido mi curiosidad presente hasta hace poco se mostraba abominable.
pero vino el día antes de que venga la madrugada. un rayo de luz se proyectó sobre mi ordenador, y una sombra la quebró enseguida. limpiando como podía mis ojos hinchados, giré la cabeza y dibujé una sonrisa de circunstancia, una sonrisa que asegure a una niña, una sonrisa de padre. ahí estaba mi sol nocturno, hermosa y expectante. me levanté al mismo tiempo que repasaba mi nariz con un pañuelo que se ofreció por milagro, agarré su mano y acompañé a mi niña Ana Alejandra.
Fuente: Ecdótica