02/24/2010 por Marcelo Paz Soldan
Crónica: Pérdido en DF

Crónica: Pérdido en DF


Miedo: perdido en el DF
Por: Wilmer Urrelo Zárate

-¿Cómo llego a la avenida Juárez?
La recepcionista del hotel Corinto sonríe con malicia y responde:
-Con cuidado.
Río sin ganas y pienso una vez más: ya van como diez veces que me dicen lo mismo. Luego ella hace su trabajo, llama a un botones y él es el encargado de darme las coordenadas (inútiles, porque igual me perderé). Salimos del hall, bajamos las gradas y señala una avenida infestada de coches y, casi al fondo, el monumento a la Revolución cruzado de escaleras: está siendo refaccionado.
-Váyase con cuidado -me dice antes de verme partir.
Le agradezco y salgo. Atravieso una construcción y ahí está el bullicio. O el ruido, como diría Di Benedetto en El silenciero. Un montón de gente caminando apresurada, los camiones (o micros, como le decimos acá) pasando rápido, los taxis a los que no hay que subirse porque si no te asaltan, al decir de una de las amigas que conocí en Guanajuato. Camino sin fijarme mucho en la gente, paso esa venida y llego al enorme edificio de Sanborns, de ahí, derechito, dicen, está la avenida Juárez y en ella las librerías de las que me hablaron antes de hacer este viaje. Gandhi, El Sótano. Pero ya a esa altura el ambiente empieza a cambiar. Los mexicanos y las mexicanas son como nosotros. La misma contextura física, la misma cara, suspiro porque voy a pasar desapercibido, sin embargo la diferencia está en sus miradas, el defeño y la defeña (como escuché que se dicen a sí mismos) no se detienen a mirarte a los ojos. Tienen la mirada esquiva y uno cree que tiene estampada en la frente las siguientes palabras: te voy a robar.
Las cuadras son largas y, con pena y también ya resignado, me doy cuenta que estoy perdido. Me detengo un momento. A lo lejos, es decir, al frente, pasa velozmente una patrulla de la policía federal. Detrás de ella una ambulancia haciendo sonar la sirena. Saco del bolsillo trasero la libreta y anoto el quinto palito de mi estadística personal. Desde que llegué de León (hace menos de una hora), ya son cinco veces que escucho una sirena. En fin, veo un puesto de revistas, me acerco y observo Playboy, H, Proceso y debajo de esa hilera la primera gran alegría: Pancho Villa, una biografía narrativa del entrañable Paco Ignacio Taibo II.
-¿Y el precio? -le digo.
-200 varos -responde el vendedor.
Tomo el libro y pago. Entonces vuelvo a preguntar:
-¿Cómo llego a la avenida Juárez?
-Váyale con cuidado -sonríe. Y luego-: derechito y dobla a la izquierda.
Agradezco los nuevos datos. El libro pesa demasiado, así que me detengo, me quito la mochila y lo coloco dentro. La avenida por donde avanzo sigue llena de gente, una par de jóvenes caminan delante de mí tomados de la mano. Y ahí está el sexto sentido de los habitantes de está ciudad, ese sexto sentido que se ha desarrollado por algo que, en ese momento, no podía darle un nombre, pero ahora sí. El miedo. Él se da vuelta y luego lo hace ella. Me miran por un par de segundos y me dejan pasar. Acá en La Paz murmuraría un gracias, pero noto que en el DF eso sería más sospechoso aún. Paso sin decir nada y por ese incidente vuelvo a perderme. Una vez más me detengo. Todos son edificios gigantes, tiendas, una escultura amarilla llamada El Caballito. Entonces a lo lejos creo ver una puerta abierta y ahí algunos libros. ¡La avenida Juárez!, pienso. Me encamino hacia allá, esta vez casi corriendo. Al llegar compruebo que no es la avenida Juárez y que ahí hay, más bien, es una librería de saldos. No importa. Acá también deben haber cosas interesantes. Y sí. Leñero y Sainz y Sebald. Los compro agradecido por los precios y cuando intento hablar con el librero se me sale un paceñismo y él se percata que no soy de allá.
-¿De turismo? -me dice.
-Más o menos -le digo. Y luego vuelvo a lo mismo-: ¿esta es la avenida Juárez?
-No. Pero está cerca.
Una vez más las coordenadas. A esa altura comprendo que esta buena gente no es la culpable sino que soy yo y mi constante estado de despiste. Esta vez me resigno. Y camino ya sin rumbo: llego sin querer a una larga hilera de puestos de tacos. Son las cinco de la tarde y ahí el movimiento es incesante. Gente sentada, con platillos de plástico al frente. Se me hace agua la boca, pero pienso luego en la venganza de Moctezuma (de la que también nos advirtieron) y tan sólo me detengo a observar. Entonces una vez más el sexto sentido. Dos señores se dan vuelta para mirarme y la señora metida dentro del snack levanta la vista.
-Qué traes -dice uno de ellos en tono amenazante.
No digo nada y sigo caminando. ¿Creería que iba a robarle algo? ¿A lo mejor el taco que se estaba comiendo? ¿O me tenía miedo?
Y al fin uno se percata. La gente acá tiene miedo. Miedo al desconocido. Esa es la contante sensación que uno puede percibir cuando camina por sus calles. Cuando entra a los negocios. Cuando hace preguntas estúpidas como la ubicación de la avenida Juárez. Y no es que el habitante de esta enorme y desquiciada ciudad sea grosera, sino que toma sus precauciones. ¿Estadísticas de asaltos? ¿Para qué? ¿Para qué las necesitamos si basta encontrarse con las miradas de desconfianza? Acá está el narco. Están los zetas. Los secuestros. Las cabezas cortadas. Sé que una crónica chiquita como ésta no puede explicar la magnitud del DF. No sólo por ser gigantesco, imposible de conocer, sino porque siempre está un paso más allá de nosotros. Una ciudad encantadora, horrorosamente encantadora.
Al fin decido volver al hotel. Lástima que la tal avenida Juárez sea la única avenida en el mundo que se mueva de acá para allá. O lástima, más bien, que yo sea un estúpido cuya última gracia sea el sentido de la ubicuidad.
Pero tengo que regresar. Cerca de donde me hallo está un policía. Aunque nunca lo hice hablo mentalmente con mi perrita muerta y le digo: sácame de ésta, Nanita. Me acerco y pregunto:
-¿Cómo llego a la calle Vallarta?
Es un policía de la Federal. Piensa por un momento y se da cuenta que no soy de allá. Al fin habla por la radio que cuelga del chaleco y repite la pregunta que hice dando el lugar donde nos encontramos.
-Qué hotel busca, señor -me dice.
Le doy el nombre. Una vez más escucho que está cerca. Que debo cruzar un par de calles y luego doblar a la derecha. Cuando estoy a punto de partir el policía me advierte:
-Camínele con cuidado.
Ya no le digo nada. Tanto advertirme lo mismo y creo que ya fui contagiado por el Miedo (ahora con mayúscula). Avanzo ahora sí repitiendo mentalmente las indicaciones del policía, empero no se puede con la falta de inteligencia. Unos veinte minutos más tarde me doy cuenta que sigo perdido. Ya hay más gente por esa avenida sin nombre (y me pregunto ahora: ¿y si esa era la avenida Juárez?), aquélla todo el tiempo apresurada, algunos ríen, pero creo que la mayoría anda preocupada. ¿Cómo preguntarles la forma de llegar a mi hotel? ¿O estaré perdido acá para siempre? ¿Tanto que tendré el tiempo suficiente para leer el voluminoso libro de Paco Ignacio Taibo II? Al fin me acerco a un negocio (una peluquería). En la puerta se halla parado un diminuto guardia de seguridad privada. Le hago la pregunta de marras y él responde:
-Pos está acá a la vuelta.
Le agradezco y está vez giro donde debo girar. Al fin veo el nombre del hotel en la fachada. Suspiro aliviado. Ingreso y subo a mi habitación sin hablar con nadie. Una vez dentro decido no ver tele y escuchar radio. Alguien mató a alguien. Mañana habrá una marcha por lo de Tlatelolco. Poco a poco me quedo dormido y sueño que todas las personas con las que me topé hoy están en mi habitación registrando mis cosas. Ellos no se amilanan ante mi presencia y yo tampoco hago nada. Creo que, en el sueño o pesadilla, al fin pude encontrar la manera de intentar entender el DF: es mejor no hacer ese esfuerzo. Me despierto a las tres de la mañana. No sé si lo hago aliviado. Al fin y al cabo, ser robado o asaltado en esta maravillosa ciudad debe ser el derecho de piso que se tiene que pagar por vivir en ella.
Intento dormir, pero no puedo. No, pienso, esta vez no voy a recurrir a mis pastillas salvadoras. Prefiero pensar en la inmensidad de la ciudad. Enciendo la tele y en el canal de música una muchacha hermosa ataviada como un ángel interpreta una canción pop mientras baila con precisión. También el DF es esto, pienso, y entonces me quedo dormido.
Al día siguiente, en las pocas horas que me quedan en la ciudad, hago un nuevo intento por hallar la bendita avenida Juárez. Ahora tengo el Miedo en las venas, y eso es saludable. Es como quemarse con un objeto y tenerle luego respeto.
¿Encontré la avenida Juárez al fin?
Esa es otra historia.
Fuente: Ecdótica