10/03/2007 por Marcelo Paz Soldan

Crítica a Los ingenuos de Verónica Ormachea

Los ingenuos de Verónica Ormachea Gutiérrez
Por: Manfredo Kempff Suárez

Los Ingenuos, de Verónica Ormachea Gutiérrez, es un libro que lo podríamos ubicar dentro de la novela histórica, desde el momento en que describe, con detalle, lo que fue la caída y asesinato del presidente Gualberto Villarroel, pero, además, de manera mucho más pormenorizada todavía, la Revolución de 1952, y los sangrientos combates callejeros entre pueblo y Ejército, que, tras larga refriega, terminaron encumbrando en la presidencia a Víctor Paz Estensoro, auque éste estaba en el destierro y quien se hizo cargo de la jefatura revolucionaria fue Hernán Siles Zuazo.
El libro con su dramatismo tan real, hace que regresen a la memoria del lector – o que se conozcan ahora – hechos terribles de violencia que se practicaron, sobre todo, entre 1952 y 1956, durante la primera gestión de Paz, aunque el matonaje no cesó a lo largo de todo el período movimientista. De esto fui un lejano testigo – tenía siete años – cuando mi padre sufrió de la cárcel y luego de un interminable exilio. Sin embargo, con el paso de los años, llegamos a una conclusión, y es que, por lo menos desde el final de la Guerra del Chaco, hasta el retorno de la democracia en 1982, todos los bolivianos que incursionaron en política sufrieron de la prisión, la tortura o el exilio, cuando no de la muerte.
Derecha e izquierda, a su turno, fueron implacables con sus adversarios. La izquierda no puede monopolizar, como hace, la exclusividad de los excesos de la represión en la política boliviana. La derecha – o la oligarquía como prefiere referir Verónica – sufrió de terribles golpes, despojos y persecuciones. Por lo tanto, en Bolivia, quienes decidieron hacer política, sabían que el juego era cara o sello. O se estaba en el Palacio, o se caía en la cárcel o el destierro. Esto ha durado, hasta 1982, pero nadie puede asegurar que los bolivianos hayamos madurado tanto como para no volver a esas viejas y crueles andanzas.
Eso sí, queda claro en el libro, que pasara lo que fuere, en Bolivia no se llegó al asesinato masivo ni a los centenares de desaparecidos, como henos visto en países vecinos. Ha existido maldad, revancha, pero no hemos sido capaces de llegar al exterminio. Nuestra pequeña sociedad – y eso queda muy claro en el libro – siempre se ha protegido de alguna manera, y un perseguido siempre ha encontrado refugio y pan aunque fuera en la casa de un adversario. El exilio ha sido ha sido el camino más utilizado aunque fuera muy duro.
Muchos amigos sufrieron el ostracismo de entonces, algunos en carne propia y otros, como fue mi caso, ese otro destierro que, siendo de los padres – mi madre que tanto trabajó y sufrió –, afecta igualmente a los hijos. Pero como todo ya es algo que ha pasado a la historia, ciertamente, los rencores dejaron de existir hace mucho, aunque los recuerdos de este libro nos conmuevan tanto.
Juliana, en la novela, es la jovencita que mira azorada, desde su casa, cómo en 1946, se balancean los cuerpos de Villarroel y dos de sus fieles colaboradores en los faroles de la plaza Murillo. Es la niña preciosa y pasional que crece hasta hacerse joven, en el seno de su familia aristocrática, rica, donde oír hablar de política es el pan cotidiano y menospreciar a los cholos y a los indios algo natural. Ve cómo la izquierda (el PIR) y los conservadores (la rosca) movilizan al pueblo para vengar los fusilamientos de Oruro y Chuspipata, inspirados por los militares nacionalistas de RADEPA. Era, sobre todo, la oligarquía herida, que se tomaba el desquite con la única víctima que entonces conmovería al país: el Presidente Villarroel.
Pero, luego, la bella Juliana, y toda su familia, observan como el MNR se va organizando, va moviendo sus fichas, para derrocar a la derecha representada por el empecinado y decidido Mamerto Urriolagoitia, que desconoce el triunfo electoral de Paz Estenssoro, y entrega el mando de la Nación a una Junta Militar de Gobierno presidida por el General Ballivián. La historia la sabemos todos y no hay para qué repetirla hoy, pero Verónica Ormachea hace una descripción tan brutal de los enfrentamientos revolucionarios, lo hace con tanta precisión, conocimiento y habilidad descriptiva, que el lector se ve inmerso en los combates entre el populacho ebrio y armado como podía y un Ejército traicionado, sorprendido y desmoralizado.
La oligarquía busca refugio donde puede luego de que empieza a funcionar la eficiente maquinaria represiva del MNR, con los Gayán, San Román y otros elementos siniestros del Control Político. Los Gonzáles de Tezanos Pinto (la familia poderosa de Juliana) deciden trasladarse el campo, a un hermoso caserón familar en las canteras de Comanche. Pero una vez decretada la Reforma Agraria los campesinos toman las tierras y asesinan a palos y piedras al padre de Juliana y a su capataz. Casi corren la misma suerte los dos hermanos de Juliana, que huyen en un vehículo, mirando, cómo, a sus espaldas, la querida casa que venía de generaciones se convertía en una enorme pira. No existe Dios ni Ley en aquellas zonas que habían sido tan prósperas y que no han vuelto a recuperarse hasta el día de hoy.
La “rosca” que no tuvo oportunidad de escapar al cerco del Gobierno se quedó entrampada en el país, principalmente en La Paz. Y como al lado de los militares derrotados apareció Falange Socialista Boliviana, la situación para el MNR se tornó peligrosa. Quien más temía ser derrocado y correr la suerte de Villarroel era el propio presidente Paz Estenssoro y ante le detección de maniobras golpistas siempre frustradas de Falange y su líder Oscar Unzaga de la Vega, el Gobierno realizaba periódicas redadas y apresamientos, que Verónica los describe en toda su crueldad. Sobrecoge recordar lo que fue el Control Político, el panóptico de San Pedro, y otros lugares siniestros donde a los presos, jóvenes muchachos falangistas de la clase media, se los martirizaba hasta extremos inconcebibles. Y luego, ante el hacinamiento de enemigos del régimen en las prisiones, se crean los campos de concentración, de inspiración nazi, donde al adversario se lo humilla y doblega por las palizas y el hambre.
La bella Juliana, casada con un oligarca, militar para colmo, que estaba preso, amaba a un jefe movimientista que había sido poco menos que un criado de su familia en las épocas felices de Comanche. Su amor – un tanto increíble – por Sebastián, el guapo mestizo resentido que se convierte en ministro de Paz Estenssoro – y la adoración que él le tenía a Juliana – es de fundamental ayuda para salvar a la familia Gonzáles de Tezanos Pinto, porque, pese a sus resentimientos, colabora a que sus ex patrones puedan salir al exilio en Chile.
Quisiéramos extendernos en esta hermosa narrativa de Verónica pero contar la novela no es nuestra misión. En todo caso hay que advertir que muy poco se ha escrito sobre lo que fueron los desmanes cometidos en Bolivia por el MNR durante 12 años, y, lo peor, que muy poca gente conoce.
Ahora los reclamos sólo provienen de la izquierda más dura, porque ha sabido ganar el terreno que necesitaba en la opinión pública a través de asociaciones de defensa de los derechos humanos y de refugiados que en aquellos años de la Revolución Nacional no existían. Muy lejos quedaron Chuspipata y las atrocidades del MNR en los campos de concentración. Lejos han quedado los exilios y tantos insignes bolivianos que dejaron sus huesos en tierras extrañas. Hasta parece que hubiera un pacto para silenciar los atropellos que se hicieron. Pues bien, con una gran destreza literaria, y con mucho coraje, Verónica Ormachea presenta una obra que conmueve, que recuerda, y que no deja de ser una reflexión para quienes, ahora, pretenden seguir con las revanchas racistas, que, forzosamente, traen otras consecuencias.
Para concluir, estamos, en todo caso, ante una escritora talentosa, despojada de prejuicios raciales y de tipo social, que, además, no teme entrar, sin remilgos – como está aconteciendo en la literatura boliviana desde hace algún tiempo – en los antaño tabúes amorosos y sexuales que Verónica trata como una mujer madura: con naturalidad y buen gusto. Los Ingenuos es una novela que conmueve, angustia a veces, y sobre todo aprisiona.