03/28/2014 por Marcelo Paz Soldan
¿Cincuenta años ya?

¿Cincuenta años ya?

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¿Cincuenta años ya?
Por: Adolfo Cáceres Romero

“Yo sé que he de morir un día
en que no encuentre mi soledad junto a mi sombra”.

Edmundo Camargo, Oficio
Me parece que fue ayer cuando te vi por primera vez, mi siempre recordado Edmundo. Habías llegado de París, a mediados de diciembre de 1960, ¿recuerdas? Estabas con tu esposa, Francoise, la dulce francesita que nos deleitaba con su voz, cuando tocabas la guitarra. La guitarra a la que le dedicaste un poema, que Francoise ilustró.
Cómo olvidar ese momento, tan especial para mí, igual que para Renato Prada y Eduardo Mitre. Te visitábamos casi todas las tardes. Eras nuestro regalo, leyéndonos tus versos que nos tenían absortos.
Te confieso que esa primera tarde me impresionó tu cabellera encrespada, abundante y oscura en su negrura, por encima de tus grandes ojos enmarcados en unos lentes con montura de carey.
Recuerdo que con voz ronca, de acento francés, nos saludaste para luego preguntarnos qué escribíamos. Renato te dijo que cuentos; Eduardo, poemas y que tenía 60 páginas de una novela; en cuanto a mí, te llevé los primeros capítulos de mi novela La mansión de los elegidos.
Sonriendo con esos tus gruesos labios y tus pómulos salientes, me dijiste que los leerías con sumo interés. Ahí estábamos, en tu casa de la Ecuador, donde tu padre -excelente médico- tenía su consultorio.
Estábamos ansiosos por conocer tu obra; eras el poeta del que tanto nos habían hablado Jaime Canelas, Jorge Suárez, Gonzalo Vásquez, Mario Lara y Antonio Terán Cavero.
¿Recuerdas? No fue mucho lo que conversamos esa primera tarde; eso sí, nos ofreciste café con coñac, tal como lo bebías en París; luego, sacaste tu guitarra y nos brindaste unos arpegios suaves que fueron entonados por tu esposa. De ahí en adelante, nuestras visitas se hicieron cotidianas, día por medio, de cinco de la tarde hasta las ocho de la noche. Menos los sábados, que nos quedábamos hasta las diez; los domingos, descansabas o te visitaban tus familiares. Nos ofreciste cuatro años maravillosos, con tu amistad y sabios consejos.
Tenías algo más de 23 años, casi igual que nosotros. No sabíamos que tu tiempo era limitado: que habías vuelto para cumplir tu destino; sin embargo, nos fue suficiente para apreciar tu calidad humana y tu talento creador.
Desde el comienzo te sentimos como un ser excepcional. Nos leías tus poemas, esperando que te dijéramos algo. Siempre los escribías a mano, con un grafo de tinta negra, en hojas sueltas de papel cuché. Nos leías y… ¿Qué podíamos decirte? Todo lo que nos brindabas era nuevo para nosotros, todavía habituados a los versos de Neruda, Vallejo y Borges.
Entonces, nos hablaste de los poetas franceses que admirabas. Precisamente en 1960 había ganado el Premio Nobel de Literatura Saint-John Perse. Te hablamos del Neruda epifánico para nosotros, que antes de cumplir los 20 años, había empezado sus Veinte poemas de amor con: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” y tú, casi a esa misma edad habías encubado los versos de tu despedida.
Hombre era uno de tus poemas que nos conmovió. Se hallaba impregnado del sello fatal que siempre llega, si no como una sentencia, como el don del reposo absoluto, pero para ti era más que eso.
Habías aprendido a amar a la muerte. En tu voz era algo que se descubría: “Bajo el ojo demente de la anémona”, pues así: “los muertos se tiñen de la corriente roja del otoño”. ¡Ay, hermano! Por fin entiendo que definías, en el color de las hojas que caían y eran arrastradas por el viento de otoño, que ese hombre eras tú, al que: “Cantaron piedras en la voz./ Llave de fierro en la lengua”. ¡Claro!
Nos hablabas de tu silencio que ya sobrellevamos 50 años.
Recuerdo que te hablamos de Neruda, que ya no era uno de tus favoritos. El que sí estaba cerca de ti era Vallejo, sobre todo cuando en su soneto Piedra negra sobre una piedra blanca, dice (como luego tú también lo harías):
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París –y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Entonces, tú nos revelaste tu otoño temprano; no en uno, sino en varios de tus poemas, porque en esa estación habías presentido el advenimiento de tu muerte, que recién ahora entendemos plenamente. No en vano en Oficio, también decías:
Yo sé que he de morir un día
en que no encuentre mi soledad junto a mi sombra.
Habrá un olor a casas barbadas por el musgo
y un aire lleno de rostros olvidados.

Nos costó entender lo que nos traías de París. Nos dijiste que no se acercaba a Claudel ni a Valery, poetas de moda entonces; ¿Bretón?, te preguntamos. No, no, nos dijiste, aunque te sentíamos cerca a su línea surrealista.
No hago surrealismo, afirmaste y nos tradujiste del francés los versos de los poetas que admirabas. Y así nos abriste el mundo mágico de Henri Michaux, Jaeques Prevert, Francis Ponge y René Char. ¡Oh, mi querido Edmundo! Ahí estaba el amplio surco por donde corría tu voz.
Habías partido de Bolivia, rumbo a España, en 1956 o 1957, con los versos de Vallejo en tu valija. Y como él, te fuiste a París porque en España Franco había prohibido la lectura de los poetas y escritores que amabas. Nos mostraste una foto donde estabas con poncho y sombrero de mariachi, tocando una guitarra junto a otros músicos, probablemente mejicanos. Nos dijiste que cantabas rancheras en los cafés parisinos.
Qué tiempos los que vivimos, hermano. Pienso que escribía La mansión de los elegidos exclusivamente para ti. Ahora sé que cada página lleva tu aliento, tu confianza, cuando me alentabas para concluirla.
Y así terminé la primera parte. Y ahí me quedé, por mucho tiempo porque, sorpresivamente, una tarde llegamos a tu casa y no estabas. Tu madre nos dijo, desde su ventana, que te habían internado de emergencia. Fuimos a la clínica, pero no pudimos verte más.
Tuvieron que pasar 50 años para crecer con tu recuerdo. Ojalá ese 27 de marzo no hubiera llegado nunca. Duele evocar tu ausencia, como ese día, de Viernes Santo, mientras Cristo agonizaba en el sermón de las siete palabras, en la Catedral, tú también lo hacías, en tu lecho de enfermo.
Fuente: Letra Siete