03/11/2008 por Marcelo Paz Soldan

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El profeta de la simplez
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Escribía yo en diciembre de 1991 acerca de la inauguración de un parque dedicado al poeta libanés Khalil Gibrán en Washington D.C. Lo inauguraba George Bush padre, entonces presidente. Era una muestra de buena voluntad hacia los árabes para aplacar los ánimos en Medio Oriente por La Tormenta del Desierto, la primera guerra iraquí.
Transcribo: “Al inicio del parque pusieron una fuente, y, allí, una escultura-busto del poeta libanés Khalil Gibrán, cuyo nombre llevarían los jardines. Asistió el presidente en persona y habló del amor, de las líneas bellas de Gibrán que eran tan, tan ajenas a él”. Desde aquellos Cuadernos de Norteamérica donde se publicó el texto no he vuelto a hablar del enigmático profeta. En febrero del 2007 llevé uno de sus libros a Cochabamba, en procura de un amor que, según el tiempo lo afirmó, ya estaba perdido. Sus parábolas no sirvieron de mucho, aquel ejemplar jamás se abrió.
Dice Joan Acocella, del New Yorker, que los tres poetas más vendidos de la historia son Shakespeare, Lao Tsé y Khalil Gibrán (por El Profeta).
El texto de Acocella sobre Gibrán es de mucho interés. Analiza la calidad literaria del autor, la pone en duda a veces. Añade su destreza para dar con donaire y preciosismo consejos que apelan básicamente al sentido común y al romantismo del vulgo. Quizá por ello Gibrán no es muy leído entre las élites y sí popular entre los populares. Lo compara a un émulo actual, Paulo Coelho, en semejanza que me parece injusta.
El Profeta, El jardín del Profeta, y otros textos son libros que sin ser enigmáticos, como era o aparentaba ser su creador, despiertan sentimientos próximos a la espiritualidad. Su placidez carece de violencia, se remonta a una práctica religioso-filosófica propia de oriente, se acerca a las también parábolas del Nazareno, y, de acuerdo al crítico, imita de algún modo el Sermón de la Montaña, una de las piezas literarias más hermosas. Gibrán aducía que Cristo se presentaba ante él y al parecer se consideró heredero de la dulce y punzante voz del crucificado.
Su vida privada fue más que la de un iluminado -al menos en principio-, la de un afortunado. Gracias a una belleza física particular, de acuerdo a una foto de 1897 tomada por su amigo y mecenas Fred Holland Day, logró eludir el destino de un muchacho libanés nacido de hogar modesto. La suerte no le tendió trampas, lo siguió; fue pródiga en mujeres, fama y dinero. Gibrán no necesitó del esfuerzo físico, propio en un inmigrante de entonces en los Estados Unidos, para crecer. Se creó un halo místico que sedujo a dos mujeres en particular que se desvivieron por hacerlo estudiar, prodigarle cuidados, alabarlo, adorarlo, para quienes la retribución en vida no fue extensa. Una de ellas, Mary Haskell, hacía las correcciones a sus textos en inglés y se desconoce cuánto fue el aporte suyo, literariamente hablando, ya que el inglés no era la lengua de mayor dominio del poeta, sino el árabe. Haskell recibió, de acuerdo al testamento de Gibrán, sus manuscritos y sus pinturas. Mariana recibió su dinero, mientras que el villorrio de Bsharri, donde nació, las regalías que como autor le correspondieran por la venta de sus libros.
Gibrán es un autor que siempre será leído. Eco de los sentimientos personales de todos y que todos no pueden expresar. Su rebuscada simpleza (¡paradoja!) lo hace accesible a un gran público y no es extraño escuchar las admoniciones de su profeta en boca de gente en cada rincón del mundo. Si comparamos su voz a aquella de Zoroastro en letra de Nietzsche, no es difícil encontrar que la densa filosofía de uno lo priva de lectores, mientras que las palabras de Khalil Gibrán tocan lo íntimo de manera sencilla y poética.
Gibrán recibió los honores de héroe cuando su cuerpo muerto se trasladó a su tierra natal. Dice Acocella que Robin Waterfield visitó su féretro de piedra, y que por una rajadura contempló la ausencia de su cuerpo: Khalil Gibrán no estaba allí; se sumaba al misterio de los grandes desaparecidos, comenzando por Cristo y pasando por Vlad Drácula. La materialización de la soledad es el vacío.
Pidieron al Profeta que hablase de los hijos: “Tus hijos no son tus hijos -respondió- son hijos de la vida deseosa de si misma”.
Fuente: www.eldeber.com.bo