06/18/2007 por Marcelo Paz Soldan

Los espacios de la enfermedad

Desde la nada
Por Ana Gorría*

Anabel Gutiérrez León.
Los espacios de la enfermedad.
La paz, Plural Editores, 2007.
Los espacios de la enfermedad se presenta como un diálogo que, como dice Mónica Velásquez Guzmán relaciona el acto de nombrar con la construcción y reconstrucción de la casa, del espacio y del cuerpo como vacíos del amor y de la palabra. A través de cinco episodios con los que el sujeto dialoga, desde la nada, Los espacios de la enfermedad buscan articulados por el sentido de la experiencia erótica, de la pérdida y de las pulsiones de la identidad, ese lugar verdadero que reclama en las palabras liminares Edmond Jabés: si ningún lugar es el mío/¿Cúal será mi lugar verdadero?.
Los espacios de la enfermedad se estructura en cuatro partes desde las que dar sentido a ese espacio vacío, aniquilado, que llamamos yo: lugar, cuerpo, nombre, formas se afirman como posibilidades de investidura en la que encarnar la voz arraigada en el malestar que se manifiesta en Los espacios de la enfermedad.
En la primera parte, el lugar, la voz poética constata la pérdida y el desarraigo: yo maté a un hombre/para convertirlo en el lugar/donde el amor suced, la conciencia del vacío: yo supe que necesitaba/construirme un lugar para anular la pérdida/un espacio para contener la caída/para provocar el eco. En todo caso, el lugar es el de la pérdida: pero fui expulsada de la casa/y también tuve que huir/ de mi nombre. Como Ingeborg Bachmann la voz poética se compromete con la búsqueda de palabras necesarias, verdaderas cuyo objeto último es el de la fundamentación.
En el nombre, Anabel Gutiérrez León constata no sólo la experiencia de la nada, sino también de la traición del lenguaje, del divorcio entre las palabras y las cosas, una palabra buscando su sitio en una casa. Esa falacia epistemológica también contamina las posibilidades del sujeto: sujétame/ para que no tenga que escoger/al definirme, presentado como una entelequia, sin continuidad, por lo que el lenguaje se presenta, no sólo como una materia constructiva, sino engañosa: palabras donde me callo/mientras ellas/me van (des)haciendo. El lugar, las palabras verdaderas quedan lejos, en esta visión propia tanto del nominalismo como de la crisis del lenguaje presente en las poéticas de la deconstrucción: un lugar/donde no confundir/mis actos con su nombre, presentándose el lenguaje y el mundo como una traición no sólo a las posibilidades que enlazan las palabras del mundo sino a los mismos pilares de la identidad:
no alcanzo a decir yo/sin engañarme.
La casa, identificada con el cuerpo, que tal como señala Bachelard es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre, se materializa también como pérdida: Mi cuerpo es una casa de la que todos se han ido,/incluso yo./Por eso me busco. Me mudo. Me hundo, aunque al mismo tiempo se constata como la posibilidad fallida del otro: hay una distancia inabarcable/entre mi cuerpo/yo/y el resto  Como en el poema “Últimos días de una casa” de Dulce María Loynaz, el propio cuerpo supone un ejercicio de re/conocimiento, no sólo de una biografía, sino de diferentes episodios de una historia invisible: habito el cuerpo de una viuda/sin difunto.
con canciones de cuna
me cubriré los brazos
y la cabeza y los oídos y las manos
plantaré estacas
en lugar de banderas
rezaré por los cadáveres de las niñas muertas
por los cuerpos de las mujeres dormidas
La idea del otro, ajena, inabarcable supone como hemos dicho, la única salvaguarda en la que conciliar ese divorcio entre la palabra y el mundo. En las formas, la voz poética encarna lugares donde encontrar ese arraigo de la identidad, aunque suponga una construcción fictiva, como ser relativo a otros: yo soy el primer grito de mi madre/ el que la dio la voz/y la dejó/sin/ella.
* ANA GORRÍA (Barcelona,1979). Ha publicado los poemarios Clepsidra (Plurabelle, 2004) y Araña (El gaviero ediciones, 2005).